La reciente cumbre entre la Administración del Estado y el Gobierno de Aragón se ha saldado con un resultado que ambas partes han considerado bueno, incluso excelente, pero que, fríamente analizado, no pasa de ser discreto.

Es verdad que se han aprobado partidas importantes en la red de autovías y carreteras, pero tampoco es menos cierto que muchas de esas reivindicaciones (Congosto del Ventanillo o desdoblamiento de la temible N-232, que se plantea de manera parcial, ignorando el tramo de Alcañiz, asimismo de alta peligrosidad) llevaban años de demandas y retrasos, y que su cauce natural de gestión y financiación no debería ser otro que el del Congreso de los Diputados, en sus comisiones sectoriales, y especialmente en su presupuesto.

Habiendo sido una vez más los diputados y senadores aragoneses (¿hay alguien ahí?) incapaces de resolver estos y otros temas de infraestructuras, inversiones, plazas y concursos, tiene y tendrá, al parecer, que ser la bilateral la que vaya complementando dichos vacíos con las reservas procedentes, entre otros, del ministerio de Fomento.

Que el ministro Íñigo de la Serna, se desplace de vez en cuando al Pignatelli acompañado por la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y por su secretario de Estado, el altoaragonés Roberto Bérmudez de Castro, es, no solo una buena noticia, sino una esperanza de eficacia y progreso para nuestra comunidad, pero a esas buenas formas hay que sumar mejores acuerdos, y algunos de los más esperados no se han producido.

Por ejemplo, el tan reclamado convenio con Renfe de cara a modernizar los servicios y enlaces con las líneas de Cercanías, incluido el Canfranc, algunas de las cuales se encuentran en un estado tercermundista de explotación, empleando material más que vetusto y sometiendo a sus usuarios a frecuentes retrasos y averías. Tampoco la térmica de Andorra mereció el indulto del Gobierno central, por lo que su futuro es más oscuro que ese carbón que ha dado y da de comer a comarcas enteras, y cuya alternativa económica, al nivel de la industria que se pretende extinguir, no se divisa sino en fragmentadas y solo en parte compensatorias inversiones.

Cara y cruz, por tanto, de una moneda de cambio que, en principio, viene a enriquecer nuestros bolsillos, pero que igual cae de canto.