El próximo año se cumplirán cuarenta desde la aprobación en referéndum de la Constitución Española, que había votado,orgulloso, emocionado y esperanzado, en el pleno de las Cortes Españolas. Muy lejos ya, de aquellos dieciocho años de 1996, cuando un machista y lenguaraz portavoz del Gobierno de Aznar afirmó que, si la Constitución fuese hombre, podría votar y, si fuese mujer, celebrar su puesta de largo… Una majadería que, comparada con otras que podemos escuchar ahora mismo, se queda en la simple metedura de pata de un bocazas, o de un cuñado patoso.

Han tenido que pasar unos cuantos años y muchas cosas para que personas de distinta condición se refieran despectivamente a nuestra Ley de Leyes como, «la Constitución que perpetuó el franquismo», a la democracia parlamentaria que nos homologó con Europa como «el Régimen del 78», y a cualquiera de los que se opusieron, lucharon y combatieron contra la dictadura, incluidos los que sufrieron prisión, tortura o exilio, como «fascistas».

Han tenido, ya digo, que pasar muchas cosas. Algunas de ellas novedosas y no todas buenas, como la Gran Recesión y la enorme brecha social que se abrió con ella (no muy diferente a lo que ocurrió en casi todos los países democráticos). O como la aparición de movimientos políticos que aglutinan a importantes sectores descontentos, con razón, de los partidos tradicionales y que se deslizan, desgraciadamente, a gran velocidad hacia el populismo (tampoco muy distintos a los del resto). O como el interminable y escandaloso goteo de casos de corrupción directamente vinculados a las élites políticas, financieras, empresariales, y hasta sindicales Una vez más hay que decir que no es algo exclusivo de España aunque lo percibimos más, seguramente porque el grado de corrupción es mayor y cotidiano

También hemos visto crecer ante nuestros ojos un proceso secesionista en Cataluña que muy pocos imaginaron capaz de llegar hasta donde ha llegado: hasta una declaración unilateral de independencia -sí, la hubo, digan lo que digan cuando les interesa decirlo- y la aplicación, por primera vez en nuestra historia, del artículo 155 que limita o suspende la autonomía en el territorio catalán.

Todo ello en el terreno político y socioeconómico, pero también en el ámbito de nuestra vida cotidiana se han producido cambios de enorme relevancia. El más importante, sin duda, el desarrollo de las nuevas tecnologías y el nacimiento de esos poderosos instrumentos de comunicación que conocemos en general como redes sociales. Como todas las herramientas, y en especial las que tienen mayor potencia, las redes sociales inducen efectos positivos, sí, pero también negativos: unos y otros dependen de las intenciones con que se utilicen. Y me atrevería a decir que el más negativo de todos es la facilidad que ofrecen a quien se dedica a difundir falsedades para obtener beneficio de ello. Verdad alternativa llaman a lo que en mi pueblo hemos llamado siempre mentira. Eso, y la cada vez más extendida (y absurda) creencia de que todo es opinable, incluso los hechos.

Como escribió hace varios años Ignacio Ramonet, profesor de Periodismo y ex director de Le Monde Diplomatique: «Conocemos la frase, los hechos son sagrados, la opinión es libre. Pero la actitud que se ha extendido en muchos medios de comunicación ha invertido la fórmula (…) La parcialidad, la falta de objetividad, las mentiras, la manipulación, la información que se oculta o se minimiza, o simplemente el fraude, no han hecho más que aumentar y, lo que es peor, estas derivas han alcanzado a los diarios de calidad». O, como decía también el personaje de una reciente viñeta de El Roto: «Me gusta informarme para reforzar mis prejuicios».

Pues bien, de muchos de esos polvos vienen estos lodos. Y no tengo dudas de que contando además con la inestimable ayuda de los servicios de información de potencias extranjeras muy interesados en difundir mentiras en la red. En nuestro país, además de la instrumentalización partidista de los medios públicos, los sectores más antisistema de la nueva izquierda y los independentistas catalanes hacen a diario de la mentira un arma letal contra la convivencia. Y solo así puede entenderse que se haya extendido en amplias capas de nuestra sociedad, sobre todo entre los jóvenes (usuarios preferentes de las redes sociales) una idea tan disparatada, tan ajena a la realidad, sobre nuestra historia reciente como la que se desprende de las opiniones que cité al principio acerca de la Constitución y de quienes la protagonizaron desde la calle, desde los partidos y desde el Parlamento. Yo, humildemente, entre muchos más. Y lo diré ya para que no haya dudas: me siento muy orgulloso de ello aunque acepto que todo es (o era) mejorable… pero analizando también, el tiempo, el momento y la sociedad española de 1977.

Si rascamos un poco sobre la superficie de lo que está ocurriendo nos encontraremos, justo por debajo de esta capa de novedades tecnológicas y culturales, con un fenómeno que tiene muy poco de novedoso. Un fenómeno que es tan antiguo como la política. Desde Grecia -donde se acuñó la palabra demagogia- hasta Hitler o Stalin, pasando por Franco, Mao, Castro o Pinochet y tantos otros, los medios de comunicación propios de cada época han sido utilizados torticeramente por demagogos a fin de extender las falsedades sobre las que se sustenta su poder o sus aspiraciones de poder. En las dictaduras, usando esos medios en régimen de monopolio, lo que disminuye las posibilidades de la población para resistirse a la mentira. En las democracias, usando y abusando de la libertad de expresión.

Decía H. L. Mercken que «un demagogo es el que predica doctrinas que sabe que son falsas para personas que sabe que son idiotas». La cuestión es, por lo tanto: ¿Cómo es posible que embustes tan palmarios sean creídos por tantos y aceptados como verdaderos? Si ponemos la lupa sobre lo que dicen las encuestas de estos días acerca de las elecciones catalanas del 21-D veremos que el independentismo, en sus diferentes versiones, mantiene sustancialmente el apoyo que recibió en las anteriores elecciones (¿?). Todas sus mentiras, desde las más antiguas (Europa nos apoyará, las empresas no se irán de Cataluña, seguiremos en el euro…) a las más recientes (el Gobierno amenazó con muertos en la calle), han quedado desmontadas. Sus contradicciones y rectificaciones son diarias. La irresponsabilidad de sus máximos dirigentes tiene el mejor reflejo en el esperpento bruselense del señor Puigdemont….

¿Y qué? Pues nada, que los suyos les seguirán votando según parece. Lo que nos lleva al fondo de la cuestión. No basta con que los demagogos difundan mentiras a su favor, hace falta también que muchos las acepten. Que haya una parte importante de la población dispuesta a comulgar con ruedas de molino con tal de no poner en cuestión sus prejuicios ni por un solo momento. Lo que revela, en mi modesta opinión, un par de características comunes a todos ellos: la estulticia y la ignorancia. Porque hace falta ser bobo e ignorante para negarse a ver lo que es evidente: que el franquismo lleva 40 años muerto y bien muerto. Desde luego que hay franquistas de corazón y de deseo, pero el franquismo está muerto y sepultado, no bajo la losa de Cuelgamuros sino bajo las libertades que consagró esa Constitución de la que ahora abominan. ¿Hay que reformarla? Sí, sin duda. Y en muchos aspectos. Pero esa es la mejor manera de defender un texto legal que nos ha proporcionado a todos los españoles, también a los catalanes, el mejor periodo de libertad y desarrollo de nuestra Historia.

Para los que no lo sepan, que por lo visto son muchos: si el franquismo siguiera vivo, no habrían podido hacer o decir nada de lo que hacen o dicen, incluidos sus embustes, porque llevarían encarcelados mucho tiempo. Es más, estoy seguro de que no se habrían atrevido a rechistar. ¿Cómo iba a hacer frente a la brutal represión de una dictadura como el franquismo un valiente que huye como un gazapo ante la perspectiva de enfrentarse a la Justicia de un país democrático? Eso lo hicieron otros, a los que ahora (perdónalos, Señor, que no saben lo que hacen) llaman fascistas. Gente como Paco Frutos o Joan Manuel Serrat. Y los miles y miles de héroes anónimos que hipotecaron su porvenir, su futuro y, muchos, su vida. A ellos les debemos nuestra democracia y nuestra paz.

Tal vez la mejor respuesta sea la que dio en TV3, un magnifico periodista, amigo mío y ex del comité central del PC ¿Yo fascista? Bueno… y tú, tonto. E ignorante.

*Diputado constituyente