Arranca la temporada de bodas. Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces: en las últimas décadas, según aumentaban los divorcios y separaciones y más crecía la convivencia sin papeles, más aparatosos y rimbombantes se han vuelto los enlaces. ¿Tememos que el compromiso no sea verdadero y por eso lo adornamos? Ha surgido incluso un oficio, wedding planner, pues la envergadura del espectáculo requiere un profesional. Es tal el calibre de la boda que deja pequeños los presupuestos de muchos estrenos teatrales, con la diferencia de que la función de teatro se representará muchas veces y la boda solo una. Al negocio de las bodas no es ajena la iglesia. Los párrocos a menudo obligan a los contrayentes a contratar a un fotógrafo con el que tienen un arreglo. A tamaño evento acompañan inevitables tensiones entre el novio y la novia y con sus respectivas familias. Si los ahorros no alcanzan, se piden créditos para pagar el convite a cuyos desmesurados menús hay que sumar flores, alianzas y otros detalles. Y si uno piensa que organizando la boda en casa el presupuesto baja, se llevará un chasco: desde alquilar carpas, hasta los baños químicos o la iluminación con un obligatorio técnico de guardia por imperativo legal, los gastos se multiplicarán. Por no hablar del DJ. Es comprensible que cada convidado sea objeto de un riguroso examen. Muchas parejas sufren la crisis más grave de su relación preparando su boda. Quizá por eso las despedidas de soltero se han convertido en un festejo desbordado y desproporcionado. Se despiden del estrés de los preparativos de boda. H *Cineasta