Llevo años rechazando las bolsas de plástico en cuantas tiendas me las ofrecen. Desde que en un reportaje de televisión se mostraba el fondo marino invadido de restos de plástico, como un estercolero acuático imposible de reciclar. Era una imagen tan impactante, tan despreciativa de la vida y de la belleza, que desde entonces procuro no coger ninguna. Los científicos hablan que en unos pocos años va a haber en el mar más plásticos que peces. Incluso se ha analizado que el pescado que comemos contiene trazas de plástico. Hay estudios que indican que aproximadamente 275.000 toneladas de residuos plásticos flotan a la deriva por nuestros mares y océanos fragmentados en pequeños trozos.

Debería formularse una ley prohibiéndolas en todo el planeta. El medio ambiente ganaría lo suyo con este gesto de rechazo ecológico, respetuoso con la naturaleza maltratada en la que vivimos. Es fácil ir al supermercado, a cualquier sitio con una bolsa doblada que sea de material reciclable y meter allí los objetos adquiridos. Lo más descarado del asunto es que en las farmacias te dan los productos metidos en bolsitas de plástico. Yo siempre digo con una leve sonrisa: «No, gracias, no cojo bolsas de plástico, Y ustedes no deberían ofrecerlas». Callan y las vuelven a meter discretamente en un cajón para el próximo cliente.

La verdad es que las bolsas de plástico —sin son negras, mejor—son muy utilizadas en la corrupción. Es un recipiente perfecto: no pesa, vacío no ocupa lugar, fácil de transportar una vez llenas del fruto del saqueo, y desde fuera parecen bolsas de basura pero que nunca se tiran al contenedor. Ahí tenemos el caso Lezo con Ignacio González cargado con abultadas bolsas llenas de dinero que introducían en un edificio y salían sin nada. «Iban a pagar comisiones», dijeron pillados con las manos en la masa. Granados era otro aficionado a las bolsas de plástico repletas de millones que se las endosaba a sus suegros para ocultarlas en el altillo de la casa. También nos informaron de que el hijo mayor de Pujol Ferrusola volvía de los bancos de Andorra con bolsas y mochilas repletas de dinero negro. La practicidad del envoltorio la supieron valorar hasta las monjitas de un monasterio cisterciense cercano a Zaragoza donde guardaban millón y medio de euros en bolsas negras de basura escondidas en un armario. Todo para evitar declarar a Hacienda sus ganancias celestiales; en este caso más bien terrenales.

Pues bien, hora que empieza el éxodo a las playas convendría que los ayuntamientos anunciaran en carteles bien visibles multas por dejar bolsas abandonadas en la arena. No hay nada tan desagradable como zambullirte en el mar fresquito, limpio, reconfortante, y encontrarte con una bolsa flotando delante de tus narices. Es todavía peor que una medusa. ¿Saben cuánto tarda en degradarse la basura plástica en el mar? Pues la escalofriante cifra de 18 años para que desaparezcade nuestros fondos marinos. Es la metáfora de la corrupción: cuanto antes se elimine, mejor respirará el mundo.

*Periodista y escritora