En el año 1991, el Instituto Nacional de Estadística estimaba que la población española alcanzaría los 40 millones en el año 2000, y así fue, y que en 2050 seríamos... ¡30 millones! ¿Se equivocaba el INE? Las proyecciones demográficas, basadas en la evolución vegetativa, son bastante fiables, a pesar de que toman largos periodos en sus estimaciones. Lo que pasó fue lo que ya sabemos: desde 1995 experimentamos un proceso inmigratorio sin precedentes en nuestro país. ¿Qué nos espera? De momento llevamos ya dos años perdiendo población. No sabemos lo que va a ocurrir en el inmediato futuro pero si que podemos aventurar el cómo responde una población sin futuro y sin oportunidades. Si los españoles, con raíces en sus ciudades y entornos familiares y afectivos, emigran, es fácil imaginar la respuesta de la inmigración de estos años.

¿Qué consecuencias puede tener la caída de la población? El problema es importante. Imagínense un país en 2050 de 40 millones (probablemente, lo ocurrido estos años ya no nos dejará en 30 millones para esas fechas) con una pirámide poblacional casi invertida.

Cuando se habla de modelos sociales en Europa, hay un cierto consenso en señalar que la familia es un elemento esencial del modelo social de la Europa meridional. En este modelo, la familia, y principalmente la mujer, se ocupaba del cuidado de ancianos y otras personas dependientes. La tardía, pero acelerada incorporación de la mujer al mercado del trabajo, hacía cada vez más difícil y más costoso mantener este esquema en términos de bienestar. La ley de la dependencia en nuestro país pretendía cubrir con diversas prestaciones esa pérdida de bienestar familiar. Se entendía que los gastos de los cuidados de larga duración no podían correr sólo a cargo de las familias y debían redistribuirse entre el conjunto de la sociedad. Ya conocemos los recortes en esa materia en estos últimos años.

Pero la relación entre modelo social y declive demográfico no acaba con los ajustes en las políticas sociales. Hace unos días en los medios aparecía una noticia que ha pasado bastante desapercibida. Holanda, que no es precisamente el referente del modelo económico ultraliberal, anunciaba un recorte intenso en los recursos públicos destinados a financiar los servicios sociales y su transferencia a los municipios. La crónica señalaba que tras casi medio siglo de funcionamiento intensivo, el Estado de Bienestar cambiaba de nombre y pasaba a llamarse "sociedad participativa" (tomen nota del término). El paso significa recortes presupuestarios e importantes cambios para la ciudadanía. Desde el 1 de enero, la ayuda a los ancianos y las personas dependientes, incluidos los niños y discapacitados, se va a convertir en una "obligación moral" para familias, amigos y vecinos. Para tranquilidad de sus ciudadanos, el incumplimiento de este nuevo deber no estará penalizado, al menos por el momento. Sólo cuando la situación sea insostenible, las personas que no se valgan por sí mismas podrán acceder a un centro subvencionado.

O sea que mientras nosotros tratábamos de ir hacia un esquema que, sin olvidar la presencia familiar, tuviera mayores dosis de profesionalidad y coberturas públicas, algunos veteranos del Estado del Bienestar vuelven hacia el Sur, impulsando un modelo social en el que la familia o quien sea, amigos y vecinos, debe asumir esas tareas. Es aquí, entre otros aspectos, cuando la caída demográfica puede tener graves consecuencias para la sociedad y la economía española. El menor tamaño de las familias en la actualidad y en el futuro sin duda va en contra de la aplicación de este modelo social "familista".

Las bajísimas tasas de fecundidad señalan que tanto la aspiración de las mujeres jóvenes a la realización personal y a la igualdad entre sexos, como la carga de un desempleo masivo y la inseguridad laboral, que recae, especialmente, sobre los jóvenes en nuestro mercado de trabajo, minan la sostenibilidad de este modelo social. La jungla laboral a la que se enfrenta la sociedad actual, en España y en muchos países europeos, constituye un obstáculo abrumador para la perduración del modelo social de la Europa meridional. Al mismo tiempo, los cambios más generales habidos en los valores culturales, es decir, los nuevos estilos de vida de las nuevas generaciones, han modificado las preferencias individuales y anteponen la lucha por el éxito profesional frente al propósito de tener hijos, bajo el modelo familiar que sea.

Pero no se preocupen por el problema demográfico. Como dijo un ministro del gobierno actual, la mejor política social es la generación de empleo y ya saben que nuestro mercado de trabajo de esto va sobrado. Creamos mucho empleo, el desempleo casi no existe, los salarios suben a ritmo de cohete galáctico, lo que permite "comprar" o financiar con impuestos los servicios sociales que necesitemos. Por si esto no bastara, nuestros horarios, jornadas y condiciones de trabajo facilitan que se pueda compatibilizar el trabajo con las obligaciones familiares y ciudadanas. ¿De qué se quejan algunos?