En los últimos dos mil años, Europa ha sido el continente con más batallas y guerras. En la última década del siglo XX se mataron hasta el genocidio serbios, croatas y bosnios, y todavía a comienzos del siglo XXI existe una guerra larvada entre rusos y ucranianos. La unidad de Europa siempre fue un sueño, que se plasmó en la Comunidad Económica Europea, fundada por seis países en 1957, a la que se sumó el Reino Unido en 1973 y España en 1986. Convertida en la Unión Europea (UE), sus miembros han dirimido sus conflictos mediante la palabra y no por las armas; sólo por eso merece la pena su existencia.

En el Reino Unido han triunfado las posturas del más rancio y vetusto nacionalismo inglés, el de la campiña señorial, las verdes colinas y el conservadurismo, el de los que siguen creyendo que Gran Bretaña todavía es un imperio mundial, Isabel II una madre protectora e Inglaterra el centro del universo. Rule, Britannia!, Britannia rule the wales ("Britania domina las olas") siguen cantando con fervor algunos británicos la última noche de los conciertos de los Proms en la BBC, recordando el patriótico poema de James Thomson al que puso música Thomas Arne en 1740.

Las consecuencias de esta decisión para la economía europea están por llegar. Algunos economistas "estrella" ya adelantan sus vaticinios, pero como se equivocan casi siempre, tampoco me parecen demasiado relevantes.

Buena parte de la culpa de esta decisión la tienen los pacatos dirigentes europeos, que han propiciado que las instituciones de la UE se hayan convertido en el destino del retiro dorado de políticos fracasados como el socialista Joaquín Almunia, al que los españoles rechazaron con contundencia pero que fue premiado con un puesto como comisario europeo; o para eurodiputados que se limitan a calentar sus escaños en el Parlamento Europeo con el único mérito de haber sido sumisos a sus jefes de filas nacionales.

El sueño de una Europa unida, solidaria y defensora de los derechos civiles puede tambalearse, a menos que los dirigentes cambien radicalmente la manera de hacer política, devuelvan la ilusión a la ciudadanía, pongan en marcha mecanismos para acabar con las desigualdades económicas y solucionen el problemas de los refugiados. Pero, me temo, que sus señorías andan metidos en otros intereses: los suyos.

Escritor e historiador