Cuando se anuncia a bombo y platillo que el tiempo de vacas flacas ha concluido definitivamente, no faltan quienes con toda razón piensan que la cacareada bonanza va a pasar de largo por sus vidas; aunque a pie de calle se advierte cierta alegría, va a ser muy difícil erradicar la pobreza en la que una significativa parte de la población ha quedado sumida. Mientras, los más afortunados no parecen haber aprendido la lección y caen de nuevo en la tentación del consumismo para dedicarse a acumular bienes que apenas alejados de la tienda pierden su encanto. Pero cuando se contrasta ese cosmos feliz con la realidad cotidiana de quienes han padecido las zancadillas de la vida, resulta inevitable advertir que cualquier percepción simplista está muy equivocada. Existe todo un mundo de sufrimiento tras las puertas de un hospital o de la miseria; del maltrato, del abuso y de la exclusión, igual que muchos llevan clavada una espina invisible en lo más profundo de su ser. Cuando las víctimas son niños, el dolor hiere con mayor vehemencia nuestra sensibilidad; por ello, celebramos con tanta satisfacción cualquier noticia relacionada con el futuro de la infancia, que aluda al optimismo o que aliente sentimientos de amistad y compañerismo tan opuestos a la competitividad egoísta de los mayores.

Aunque apenas se hable de ellas ni se comenten, no faltan gratas nuevas que anuncian un mundo mejor y, sobre todo, basta mirar alrededor con un poco de agudeza y ecuanimidad para comprender que las obras de la buena gente tienen mayor peso que las terribles tragedias que nos revelan cotidianamente los noticiarios. Por eso, el mundo sigue rodando y rodando, muy a pesar de quienes tan porfiadamente se obstinan en que perdure la injusticia.

*Escritora