En toda vida llega un instante en el que el ser humano se hace estanque ciego, espectador de los sonidos de ríos lejanos de líquida familiaridad, de aguas navegadas por la ilusión salvaje o la esperanza de destinos por descubrir. No se aprecian las orillas ni el fondo, sólo la desnudez y una cierta inquietud por ese anclaje de las emociones. Hace frío y las hojas de los árboles que antes anunciaban la primavera iluminada ahora se dejan mecer por un viento mudo y ocre.

Ni una lágrima, ni un suspiro, ni un reproche. Llueve y la piel recibe cada gota sin sensibilidad bajo un ejército de cúmulos que van amortajando de nieblas el último recuerdo. En mitad de ese paisaje imperturbable, una ola serena embarca al pasajero sobre su cresta inmortal. El cielo se despeja de temores y devuelve todos los sentidos al héroe camino del Valhalla.