El teatro nos parece mentira porque la vida ya es una ficción. Alguna vez, a la salida de un espectáculo, he escuchado comentarios de gente que pensaba que lo que había visto no era teatro porque los actores no ponían voz de teatro; esa voz impostada y grandilocuente, que aplana matices y consigue que el actor renuncie a su personalidad. Esa voz que es rechazada desde la pureza del teatro pero que se exige desde un determinado tipo de público que necesita de la impostura para trazar fronteras entre realidad y ficción. Yo acudo a un espectáculo con la voluntad de abstraerme de las butacas y del escenario y creerme el relato de lo que es contado como si en ese momento no pasara otra cosa en ningún otro sitio. Una vez vi un espectáculo en el que un músico cantó Dance me to the end of love de Leonard Cohen. Yo estaba en la primera fila y él no apartó su mirada de la mía aunque en realidad no me viera y sólo mirara un punto fijo por aquello de concentrarse. Me daba igual, yo me emocioné de cuerpo entero y me habría casado con él sin necesidad de que ni me dijera su nombre. En otra ocasión me hirió tanto lo que vi que vomité al salir de la representación. Asistí a una dramatización que se me hizo mucho más real que el informativo. He ido a muchos sitios sujetándome a la mentira y no me he caído. Pero soy incapaz de emocionarme sin sentir como verdad lo que trata de removerme por dentro. Por eso me pasa que me puede conmover más la ficción que la realidad, porque puede que muchas veces esté mejor hecha. Con la mentira se llega a cualquier parte pero no se echa raíces. ¿No te pasa que a veces oyes hablar a alguien y te sientes impermeable? Los palabras no calan cuando se ha estropeado la confianza. No sabía si decir que salgo de la lectura del libro Reparar a los vivos, de Maylis de Kerangal, conmocionada o conmovida así que me quedo con los dos términos. Me perturba el ánimo. Leo en una entrevista a la autora: "No me gusta la literatura de discursos porque para mí la lectura es una creación, al mismo nivel que la escritura". Es decir, escribir sin colonizar lo que tiene que sentir el lector. Dar la oportunidad de que el receptor del mensaje fabrique su propia mirada. Estamos tan acostumbrados a los discursos que intentan dirigir lo que tenemos que pensar y sentir que no tenemos espacio para crear nuestras propias opiniones y sensaciones. Nos lanzan palabras como se tiran caramelos desde las cabalgatas infantiles. Nos golpean pero no nos manchan porque su espectáculo es ajeno a lo que nos pasa. No se puede creer que alguien nos lleva a alguna parte si nunca le hemos visto andar por nuestras aceras. Cuánta falacia nos gobierna. La segunda acepción de emoción que figura en el diccionario es "interés expectante con que se participa en algo que está ocurriendo". Trata de sentirte parte de la función con una política gastada de tanto absurdo y vacío. ¿Otra partida al Candy Crush?

Comunicadora