Finalizó el encuentro en Valencia y por primera vez no me apeteció quedarme a ver cómo el Rey entregaba su Copa. Al Rey se le había pitado como mandan las costumbres, por lo que estoy convencido de que el día que acuda a otra final y no escuche los silbidos, el hombre se va a mosquear. Los pitos ya son un clásico.

Once millones de aficionados contemplaron la final de Valencia, a través de La 1. Un espectáculo inmortal. Barça y Real Madrid. Con varias curiosidades: Iker Casillas se mofó de dos personajes: de Mourinho, al abrazarse con varios colegas rivales, y de Wert, al ofrecerle posaderamente todo su culo. Fue la foto. Casillas agachándose ante la copa, sabiendo que en su retaguardia miraba sentado el ministro de Cultura; la ley de la física ofreció el resto: un culo que casi roza el cutis de don José Ignacio. Total: imagen que vuela por los aires de Internet: ¿Aposta? No se sabe. Iker, seguro, lo negará hasta la tumba.

Fue una final triste porque supuso la agonía de un estilo, de un concepto, de una filosofía aplicada al fútbol. El Barça se despidió amargamente, incluso ridículamente, y ahora debe esperar noticias. Leonel Messi, el hombre que no tenía límite, el deportista al que pagamos para que haga magia, no compareció. Yo podría haber jugado en su sitio y no se hubiera notado. Bien, fue bonito mientras duró. Muchos podremos decir un día que vimos al mejor equipo del mundo. Y vimos al Madrid, una máquina de fabricar músculos. Pero ya no me quedé.