De vez en cuando recibo una carta que me sabe muy mal no contestarla. No se trata de cartas ofensivas. Suelen ser amables y las agradezco, pero no lo manifiesto en una carta de respuesta. Dejo las cartas recibidas en un ángulo de mi mesa, que siempre está llena de papeles, y las redescubro un día, cuando ya hace tiempo que la he recibido. Que el lector no crea que alardeo de recibir correspondencia. Cualquier personaje popular debe recibir muchísimas más que yo. Pero probablemente dispone de alguien que ha contratado para que le tenga al día la correspondencia. Mi problema es que la escritura diaria ya me tiene bastante ocupado y no dispongo de un secretario que pueda ordenar. Por otra parte, estoy viviendo un hecho curioso. Me escriben algunos lectores que lo hacen a mano, o que firman a mano. Más de una vez no he sabido interpretar aquellos trazos, a menudo enérgicos e indescifrables para mí. No es un problema de ordenador, tal vez ya saben que no tengo, sino de la energía confusa de la firma. A veces son puras rayas. Repasando algunos escritos de mi pasado me doy cuenta de la progresiva deformación que ha sufrido mi firma. Se ha encogido, como el trazo de las letras. Las frases se ha hecho más penosamente interpretables.Los escribientes eran importantes en tiempos antiguos. Ya hace varios años, un niño que me miraba me preguntó: «¿Verdad que tú eres un escrivador?». Algo le preocupaba. Me hubiera gustado tranquilizar a aquel niño. Le hubiera recitado aquellos tiernos versos castellanos tan bonitos: «Quedito, pasito, amor, no espantéis al ruiseñor». H *Escritor