Cuando a finales de los 80 del siglo pasado el bloque del Este amenazaba ruina, la duda teórica se centraba en cómo regresaría la URSS al capitalismo. Al final, todo fue más sencillo de lo previsto: buena parte de los países satélites se integraron en la UE y Rusia hizo lo que sabía. Los grandes del aparato comunista y los más astutos se hicieron con las privatizaciones, organizaron pelotazos descomunales, se convirtieron en oligarcas y se dedicaron a destruirse entre sí. El resultado es la Rusia de Putin, mezcla de autocracia zarista, capitalismo salvaje y extrema desigualdad social. Cuando los chinos decidieron dar el salto adelante tras la muerte de Mao, Deng Xiaoping inició un proceso de apertura capitalista resumido en su célebre consigna: "¡Enriquecerse es glorioso!" En 35 años se han convertido en segunda potencia mundial, camino del liderato, tienen millonarios a patadas, una sustancial clase media, y un partido comunista, que, a diferencia de la URSS, ha pilotado y controlado con mano férrea y el beneplácito de Occidente una modernización sin libertad. El sistema ha dado estos días su primer gran susto mundial y todos hemos temblado. Hay voces que auguran que el gigante asiático tarde o temprano experimentará una sacudida social que conmocionará al mundo que hemos globalizado. Cierto, el capitalismo ya es el sistema global, y se consolida en sus formas menos amables. Se nos diluye el plácido sueño del Estado del bienestar que nos duró un puñado de décadas, cuando aún había muros y no existía internet. Ahora, en plena revolución digital, tenemos más números de llegar a Marte que de redistribuir para que millones de personas puedan vivir con un mínimo de dignidad. Periodista