Qué inquietantes los vientos separatistas y las crónicas de agravios que llegan desde Cataluña. Incluso me resultan dolorosos. Desconocemos cuándo se inicia un ciclo histórico, a veces irreversible. ¿Estamos viviendo un tiempo crítico que conducirá a la secesión de Cataluña de España? ¿Cómo ha sido posible que una parte de los catalanes rechace su raíz española?

Muchos de la generación de los cincuenta, que estrenábamos los veinte años cuando murió Franco, considerábamos a Cataluña la vanguardia democrática que contribuiría a forjar un futuro esperanzador para los españoles. Durante las décadas de los setenta y ochenta fue una tierra próspera, donde una burguesía laboriosa había creado un tejido industrial capaz de absorber la mano de obra excedentaria de otras regiones: Cataluña era la novena provincia andaluza y la cuarta aragonesa. El hervor cultural y democrático --encierro en el Monasterio de Montserrat, constitución de la Asamblea de Cataluña-- y la apertura a las corrientes europeas hacían de Barcelona una ciudad abierta y cosmopolita. La estancia de dos figuras emergentes, García Márquez y Vargas Llosa, contribuyó al prestigio de la capital. Para la gente de mi generación, que cantábamos Al vent y, gracias a Serrat, también nacimos en el Mediterráneo aunque nos parieran en el interior, Cataluña era un referente. Cuarenta años después, un periodo brevísimo en el acontecer histórico, una parte del pueblo catalán pugna por la secesión. Reitero la pregunta, ¿cómo es posible que una cultura cosmopolita se jibarice en localismos? Los conflictos del siglo XX, atizados por nacionalismos de estado, se sellaron con la aparición de organismos supranacionales: la Sociedad de Naciones surge en 1919 tras la brutalidad de la primera Gran Guerra; sobre las cenizas de la II Guerra Mundial se erigió la Organización de Naciones Unidas, y Europa, tras enterrar millones de cadáveres, gestó la Unión Europea. En esa línea, abogo por encaminarme, cargado de vivencias de mi tierra, hacia una utópica, tal vez ingenua, ciudadanía del mundo. Le temo al sedimento emocional que nutre cualquier nacionalismo. Parte del nacionalismo identitario bebe en las raíces fanáticas de la masa, en las pasiones oscuras del fútbol (¡me encanta el fútbol!), en la sinrazón de las banderas. Resulta sencillísimo acariciar a la masa (ah, Canetti), agitando opresiones y ofensas, para que despierte la faz sectaria. Espero que en el proceso catalán ni los nacionalistas catalanes ni los nacionalistas españoles rocíen con gasolina a la bestia. Es fácil inflamar las fobias recíprocas y cuesta mucho extinguirlas. En este momento, cuando la clase media se empobrece, enarbolar la bandera nacionalista puede encubrir la falta de horizontes. Quizá todo dependa del número de ciudadanos que intenten tender puentes o pretendan dinamitarlos, porque el proceso se acabará agriando. Me tienes a tu disposición para la primera labor, porque estimo que la separación sería traumática y empobrecedora para ambos.

Termino invitándote a un vino que resume mi postura: criamos aquí excelentes cariñenas, somontanos, borjas... ¿Pero cuánta diversidad perderíamos si, encerrados en lo nuestro, olvidáramos los caldos del Duero, La Rioja, Penedès...? ¿O un blanco de Jurançon o un Burdeos? Escritor