Perdón por autocitarme. En un artículo publicado en este periódico (21-10-17), previamente a las últimas elecciones, decía lo siguiente: «Y con un nuevo Gobierno en la Generalitat ¿qué va a pasar? Posiblemente seguiremos en las mismas, aunque entonces hablaremos ya del procés 2. Porque un nuevo Gobierno en Cataluña no solucionará el conflicto. En la continua búsqueda de comparaciones con otros conflictos independentistas en el mundo (Escocia, Quebec, Kosovo, Eslovenia…), Cataluña se parece cada día más al Ulster, que se hizo eterno y finalizó por extinción. El enquistamiento del problema va para lejos y la solución no se atisba por ningún lado, ya que las posturas son claramente irreconciliables».

Pues en esas estamos. En las últimas elecciones de Cataluña, celebradas el 21 de este mes de diciembre, no se han movido los porcentajes. El bloque independentista se sigue moviendo en torno al 48%, exactamente igual que hace 18 años. Ni aumenta ni disminuye. Y el bloque no independentista se mueve en torno al 52%, también igual que hace otros tantos años. Ahora ha habido más participación, pero el incremento se ha repartido a partes iguales. Ha habido modificaciones entre los partidos individualmente, pero por bloques los números no se han movido.

¿Y ahora, qué? Los 70 escaños logrados por JxC, ERC y la CUP no despejan el horizonte, más bien dicho resultado augura un incierto comienzo de la próxima legislatura que no parece asegurar de entrada una automática estabilización de su vida política. Quizás los dos aspectos más llamativos hayan sido el gran triunfo de Ciudadanos y la leve pérdida de votos y escaños de los independentistas. Pero ninguno de los dos aspectos es relevante ya que los posicionamientos de los bloques se mantienen básicamente igual. Los independentistas carecen de una mayoría social desde la que legitimar la ruptura y los constitucionalistas no han avanzado significativamente. Una vez más, la CUP, una organización antisistema, tiene la llave de la mayoría absoluta. Vista la experiencia de la legislatura anterior, Puigdemont y Junqueras deben calibrar hasta qué punto compensa arrojarse en sus brazos sabiendo cómo ha terminado el procés 1.

Por otro lado, la peculiar situación judicial de sus principales dirigentes (fugados o encarcelados) presentan una endiablada casuística jurídica para ocupar los escaños obtenidos, y más aún para investir a un presidente. Todo ello implica una preocupante incertidumbre, porque la independencia, entendida como proyecto de ruptura unilateral ha fracasado, y volverá a fracasar, puesto que el Estado ya ha demostrado que sabe impedirlo, la UE lo rechaza y la economía catalana no lo aguanta.

Todos los partidos tienen problemas para hacer valer sus posturas. Los que han ganado en escaños (en una democracia parlamentaria gana quien es capaz de aglutinar más escaños en torno a su propuesta), o sea los independentistas, no pueden volver a seguir la misma hoja de ruta que en su última época, por inviable, inconstitucional y peligrosa, incluso para ellos mismos. Tampoco pueden renunciar totalmente a sus postulados soberanistas, pues sus votantes quedarían frustrados. Difícil papeleta. Ciudadanos proseguirá su larga marcha por ocupar el lugar del PP, ahora fuera de Cataluña. Y el PSOE tendrá que finalizar con sus equilibrios y ambigüedades, para lo que el PSC le ayuda más bien poco. Lo mismo que le sucede con el PSE en el País Vasco. Quizás fuera éste un buen momento para que los dos grandes partidos cedan por fin en su rechazo al cambio de la ley electoral en lo tocante a la prima electoral que tienen los partidos nacionalistas.

Con una participación del 82%, el resultado de este 21-D ofrece una fotografía muy precisa de la realidad catalana. Y más aún cuando este resultado se repite una y otra vez. Los soberanistas catalanes tienen acceso a un poder legítimo aunque no tengan una mayoría social. Estamos hablando de una sociedad dividida en dos partes prácticamente iguales. Tan catalanes unos como otros. Por lo tanto, sobran todas las descalificaciones de unos y otros contra los adversarios. Parece ser que más elecciones no desempatan la cuestión demográfica y social sino que la ratifican. Ahora la conllevancia ya no es entre España y Cataluña sino entre los propios catalanes. Quizás sea el momento de empezar a preocuparse por los problemas reales de la gente de Cataluña, cada uno desde sus legítimos postulados. Porque los que piden diálogo fuera de la Constitución o un referéndum pactado son perfectamente conscientes de la imposibilidad de tales soluciones. Lo que hace falta ahora es que reaparezca la razón política y el concepto de Estado regulador, con equidad y solidaridad. Al final habremos descubierto el Mediterráneo.

*Profesor de Filosofía