Para sacarnos del sopor estival, las gentes que se dedican a conformar la opinión pública lanzaron a los medios y las redes el debate sobre el burkini, una prenda que, al menos para mí, posee un carácter casi mitológico, pues nunca la he visto en la realidad, aunque he leído mucho sobre ella. Dicha prenda no es sino la expresión, una más, de cómo las religiones moldean los modos de vivir, vestir, mirar, de los individuos. No voy a entrar en el debate sobre el bañador en cuestión, ni sobre las imposiciones religiosas en el vestir. Quiero reflexionar sobre las imposiciones cotidianas que las religiones provocan, incluso en aquellos que somos ateos y pretendemos vivir al margen de las mismas. A eso me refiero cuando acuño el concepto de catolikini, al conjunto de prácticas que, de un modo suave pero tenaz, se nos imponen y que, como forman parte de la cultura dominante, no son vistas mayoritariamente como tales imposiciones.

Me voy a centrar en un ejemplo, por cuestión de espacio. He llevado y llevo a mis hijas a centros públicos de Zaragoza. En primer lugar por la mayor calidad de la enseñanza pública sobre la concertada y privada, a pesar de que se empeñen en vendernos la moto contraria (ahí tienen ustedes a la Universidad San Jorge, baremada como la peor de España. Pero hacen carteles muy bonitos, ¿verdad?). Y también porque, en coherencia con mi ideología, quería una enseñanza libre de contenidos religiosos. Esto último resulta tremendamente complicado y raras veces se cumple. Es más, a pesar de que mis hijas se llevan trece años entre ellas, me encuentro ahora, con la pequeña, con los mismos problemas con los que tuve que lidiar con la mayor.

Llegan las fiestas del Pilar, en las que una ciudad, incluso un país, celebra un acontecimiento en torno a una virgen cristiana. Tampoco voy a discutir ahora sobre la conveniencia de que las fiestas de toda una comunidad tengan el carácter religioso profesado por una parte de ella, aunque sea mayoritaria. Es otra expresión del catolikini con el que nos sumergimos en la vida cotidiana. En todo caso, en torno a esas fiestas siempre se organizan actividades en los centros educativos. Y esas actividades no saben distinguir entre contenido religioso y no. Bajo al argumento, que me parece acertado, de que se conozca el contexto de las fiestas, que, sin duda, son un acontecimiento importante de la ciudad, se acaban realizando actos que tiene contenido religioso. No es lo mismo enseñarles a los niños y niñas canciones de los cabezudos o contarles una historia sobre la virgen del Pilar, que organizar un simulacro de ofrenda en el que se colocan flores de papel ante una imagen de cartulina. Lo primero es conocimiento del medio, lo segundo, culto religioso.

Siempre he creído que la religión es un hecho cultural de enormes dimensiones y que, por ello, debe ser transmitido en las escuelas. En mi caso, lo transmito también en casa, pues mis hijas conocen historias y mitos de muy diversas religiones, a los que, incluso, he dedicado un libro. Pero una cosa es transmitir un conocimiento y otra, muy diferente, alimentar una práctica. Del mismo modo que imagino que en ningún centro educativo se celebra la procesión de las Panateneas, aunque pueda, y deba, hablárseles de la religión griega, no es de recibo que se remede la ofrenda a la virgen como actividad de aula. Porque, cuando se traspasa ese umbral, se atenta contra el derecho a no recibir formación religiosa y se genera confusión entre el alumnado.

Mi hija de cinco años conoce bastante bien la religión griega, romana y egipcia, algo de la hebrea y de la babilonia. Sabe que Zeus, Isis, Gilgamesh, Yahvé, son personajes de ficción. Sin embargo, a lo largo del año me ha tocado discutir con ella sobre la virgen del Pilar que, al parecer, sí que existe. No me llevo las manos a la cabeza, desde luego, pero me parece absolutamente inadecuado que una creencia religiosa sea estimulada en un centro público contra el deseo expreso de sus padres. Algunos ya estamos muy cansados de que el catolikini sea uniforme, también, de los centros públicos.

Autor de El laberinto de los dioses. Historias y mitos para niños ateos.