Nada le hacía especial a los ojos de los demás ni a los suyos, atrapados en dos ojeras de enfermo de tierna melancolía. De niño había leído con exceso a Bécquer y con pasión desmedida a Poe. Sí tenía un porte romántico, de siniestra, torpe y entrecortada poesía y visitas nocturnas a la morgue de la depresión. Por lo demás podría pasear por la calle confundido y perdido entre la multitud, una sensación que le desagradaba por timidez, angustia y desorientación. Se encerraba en historias de amores imposibles y escribía sobre ellas hasta amaneceres sin sol, nublados de decepciones por no saber cómo componer un final feliz. Se le morían las amantes de males de ultramar en el primer párrafo o se iban con galanes de casaca roja a la mitad del relato. Una mañana que las gruesas y cerradas cortinas apenas dejaban anunciar la luz a conciencia, un periódico se deslizó por debajo de la puerta de su casa. Lo cogió con pereza, con mucha desgana, y después de repasar las esquelas en busca de inspiración, tropezó con la sección de anuncios. "Se necesita cazador de ángeles", decía uno de ellos sin aparatosa tipografía, situado con especial discreción en la zona más modesta de la página, sin más información. Apuntó el número teléfono y lo tecleó en el móvil. Y esperó.

"Buenos días", le respondió una voz al otro lado de la línea. "Buenos días", contestó. "Llamo por lo del anuncio, quisiera que me dieran detalles sobre el trabajo". "¿Tiene experiencia en el oficio?". Esa pregunta hizo que se sentara en el viejo sofá de verde escay, como si tuviera que repasar mentalmente su currículum para hallar un resquicio de semejante propuesta laboral. "No". "Es igual. Pásese usted esta tarde, sobre las cinco, por la dirección que figura en el anuncio". La dirección era la de su propia casa y el horario, el que tenía puntualmente elegido para ponerse frente a la vieja Olivetti. Esperó con cierta impaciencia y sin probar bocado a que el reloj de pared, una reliquia de su querida madre, posara las manecillas en el instante acordado. Comenzó y acabó una novela sin pausa alguna, con la firmeza del amor incombustible al recibir su bautismo. Caía la medianoche cuando, aún preso de la euforia, llamaron al timbre. No quería abrir, deseaba disfrutar una y mil veces de esa historia, su historia, saborear en soledad la recién estrenada felicidad del artista completado por fin. Si fuera necesario hasta el final de los días.

Era su vecina, una mujer de grave palidez, hermosa en verdad y que jamás le había prestado la mínima atención ni palabra aún coincidentes en el ascensor. "He escuchado que estaba trabajando. Lo siento. No sé si sería tan amable de dejarme un poco de sal". Observó un brillo especial en sus ojos, una especie de hoguera líquida. Algo que le turbó y le empujó a besarla ausente de pudor, con una fuerza interior inaudita, diríase que rabiosa. Ella cayó en sus brazos sin resistencia alguna, como si un arpón le hubiera atravesado el alma. La sedujo con palabras, con un manantial de palabras antes seco y ahora desbordado de todo cauce. Sonó el teléfono. "Enhorabuena, el trabajo es suyo". Al colgar, se volvió hacia la mujer, que había desplegado sus alas para acariciarle eternamente sobre sábanas de satén. No era suficiente. Se puso al abrigo y salió a la calle arrastrado por un nuevo instinto animal. La gloriosa llamada del infierno en que se había convertido le pedía cazar ángeles para alimentar su inspiración. Nunca supo el miserable que son ellos los que llaman a tu puerta. Con la ciudad regada por el rocío encontraron junto al canal el cuerpo sin vida de un hombre triste con ojeras melancólicas y una pluma en el pecho.