Me explico: muchos somos europeistas. ¡Cómo no íbamos a serlo! Compartimos con nuestros vecinos un impulso político democrático y social, una manera de entender la vida en libertad y una cultura anclada en la antigüedad remota. Sabemos además que la asociación de los viejos estados (pese a su fragilidad) ha puesto fin a siglos de tensiones, patrioterismos y guerras. Pero (y aquí viene la adversativa) no podemos creer ni por un segundo que sean los Juncker (presidente de la Comisión Europea) o Dijsselbloem (presidente del Eurogrupo) quienes encabecen la resistencia contra los poderosos enemigos de la Unión. Fiar en líderes neconservadores y superliberales (por muy sistémicos y tradicionales que sean) la resistencia frente a los ultrarreaccionarios parafascistas es ir a perder la partida. Que se lo pregunten a los franceses: ¿Fillon vs Le Pen? Por favor.

El «sí, pero no» atormenta a cualquiera. Muchos norteamericanos, por ejemplo, rechazaban frontalmente a Trump; pero verse obligados a votar a Clinton... Muchos escoceses preferieron seguir en Gran Bretaña: pero tener que marchar al paso de los megaconservadores ingleses... Muchos españoles querrían echar a Rajoy, así tendría tiempo libre que administrar sin tomarnos el pelo; pero se encuentran con una izquierda dividida, imprevisible y carente de alternativas. ¿Y qué pueden hacer muchos catalanes? ¿Dejarse llevar por las torpes martingalas secesionistas o pasarse a las prietas filas del españolismo sin remedio?

Somos partidarios de la descentralización y el federalismo, pero nos alarman el aldeanismo y las corruptelas autonomistas. Votamos la Constitución del 78, pero estamos hartos de su presunta naturaleza inmutable. Amamos Aragón, pero nos tienen fritos con tanto folclore, tanta tradición y tanto baturrismo.

Algunos somos unos inadaptados. O será que la contradicción nos abruma. ¿Contradicción? Les invito a leer, en el Mas Periódico de este domingo (edición de papel, ojo), mi reportaje sobre Vietnam. Un viaje por terrenos contradictorios.