El mundo de los friquis de las películas de ciencia ficción se divide entre los fans de La guerra de las galaxias y los de Star trek. En esta última se habla del espacio como la «última frontera». Pues en ciencias biomédicas, para mí, el cerebro es la última frontera. Es un órgano prodigioso con muchas peculiaridades que lo hacen único. De hecho, mucha gente asume que somos nuestro cerebro y ya está. Es decir que si pudiéramos trasplantarlo o transferir sus conocimientos a otro cuerpo o soporte físico seríamos inmortales. Bueno...

El cerebro es un órgano encerrado en una prisión. Quizá por eso sueña tanto. Los huesos del cráneo lo rodean completamente como si fuera un kinder sorpresa. Esto provoca consecuencias muy interesantes. Por ejemplo, muchos fármacos que podrían usarse contra enfermedades del cerebro no son útiles porque no pueden acceder a él: la barrera hemato-encefálica se lo impide como si fuera la muralla china. Pero es que además sus células tampoco pueden salir. Así, el tumor del cerebro no suele dar metástasis a distancia porque las células transformadas no pueden escaparse de donde están y hacen sus maldades localmente.

Esto tampoco es bueno, evidentemente, porque un órgano tan delicado enseguida se resiente del crecimiento anormal de estas células. Recordemos que los tumores del cerebro no se originan de las neuronas, sino de las células de la glía que se encargan de envolverlas y ayudar a que las vías neuronales sean fluidas. Hay un tumor, el neuroblastoma, que muchos estudiantes creen que está en el cerebro, pero en realidad aparece en el abdomen a partir de células de cepa neural tempranas.

Las neuronas no se dividen más después del desarrollo. Si las células del resto de órganos se van regenerando a diferentes velocidades, las neuronas son las mismas. Recientemente se ha encontrado alguna subpoblación dentro del cerebro que aún puede generar nuevas células, pero es la excepción que confirma la regla. Así nos gusta decir que las neuronas son posmitóticas. Es decir, que ya han hecho la mitosis (la división celular) y no tienen intención de hacer ninguna más. Esto plantea un problema. Cada neurona que muere no será sustituida. Y esto sucede en las enfermedades neurodegenerativas. La población va envejeciendo y no tenemos fármacos contra la enfermedad ni para ralentizar de forma efectiva su progresión cuando se detecta precozmente.

Los pacientes no suelen morir directamente de la enfermedad y después de pasar por fases de ocultarla (euforia patológica) y estupefacción, aparece la demencia. Así sucede en el alzhéimer, la demencia con cuerpos de Lewy, la enfermedad de Parkinson o, recientemente, en el síndrome de Down ahora que hemos logrado que estas personas vivan muchos más años. Es un desgaste de salud, económico, emocional y social muy grande para los pacientes, sus familias y amigos. Tareas como las que hacen la Fundación Pasqual Maragall o la Fundación ACE nunca serán bastante elogiadas.

Pero es que además nuestro cerebro es un órgano muy plástico y dinámico, capaz de cambiar sin necesidad de dividir sus células. Hace tiempo, demostramos que hasta los 16 años el cerebro aprende a una velocidad exponencial incorporando conocimiento y memorias en forma de señales químicas que llamamos epi-genéticas (por encima de la genética). Después todo es más o menos estable hasta que hacia los 65 años comienza a bajar. Desaprenden. Lo podemos hacer de forma gradual y natural, pero si sucede de forma estrepitosa estamos hablando de dichas demencias. Una explicación biológica de la conocida frase «a veces los ancianos son como niños». Y una hipótesis: como la programación cerebral queda en buena parte establecida apenas pasó la adolescencia, quizá enfermedades mentales que debutan en la misma como la esquizofrenia podrían ser causadas por un mal patrón final de dichas marcas químicas.

Sirva este artículo también para romper una lanza por la no estigmatización de las personas que han tenido o tienen una enfermedad psiquiátrica o trastornos maníacos y depresivos. H *Médico