Podemos, Podemos,... los medios, la red, los amigos,... todos hablan de la elevación al Olimpo de la política de unos jóvenes, con propuestas radicales para sacarnos del actual marasmo. No son los únicos. Otro fantasma recorre hoy Europa, aunque no es el del comunismo de Karl Marx de 1848: es el de la rebelión de las clases subalternas, huérfanas de sus tradicionales partidos. De Grecia a Gran Bretaña, de Suecia a Portugal o de Holanda a España, una marea de creciente descontento social gana altura, y amenaza el status quo heredado.

Este movimiento tan amplio, tan dispar, tiene algo en común: se traduce en propuestas populistas que dan esperanza a amplísimos sectores sociales, espantados ante un futuro que se adivina muy duro. Tras el hundimiento del modelo de redistribución y empleo de décadas anteriores, su populismo no importa porque, para muchos, poco hay que perder. ¿Tienen razón? En gran medida, si. Lo que hay, y lo que se adivina, es, simplemente, de miedo. Vean si no.

Primero, porque tras el sufrimiento actual se encuentra la globalización y un profundo cambio técnico. El crecimiento es, cada vez más, intensivo en capital y ahorrador de trabajo. Y aunque hay quién cree que esta revolución tecnológica no será distinta de las anteriores, y que mientras unos trabajos se destruyen otros se crean, lo cierto es que todo apunta que tiene efectos secundarios no previstos, ni deseables. Por ejemplo, que la oferta de nuevos trabajos está siendo, en el mejor de los casos, de baja calidad, mientras los buenos empleos son, y serán, minoritarios. La visión de factorías sin trabajadores no es ya ciencia ficción, como acaba de mostrar Siemens en una reciente feria alemana de máquinas-herramienta.

A los estragos provocados por el cambio técnico se suman los derivados de las secuelas de la globalización: competencia salarial, deslocalizaciones de actividad y competencia por el empleo, desvío de inversión extranjera o caídas de precios en los mercados mundiales. En roman paladino, pérdidas de bienestar de extensas capas de nuestra sociedad, las perdedoras de la globalización.

Segundo, por los dilatados efectos del colapso de la burbuja inmobiliaria. Que la recuperación del bienestar iba para muy largo era evidente desde el inicio de la crisis. Pero, ahora, los años ya transcurridos desde su estallido, y el desesperanzado futuro que se dibuja, han terminado con la paciencia de muchos.

Tercero, porque los ajustes de esta crisis, inevitables sea dicho de paso, han recaído de forma abusiva sobre los más débiles. El recurso de Rajoy ante el Constitucional a la ley catalana que permitía prorrogar unos meses el pago del recibo de la luz, por ejemplo, muestra la elefantiásica epidermis que tienen una parte de los políticos, y su desprecio frente al sufrimiento de los que menos tienen.

Finalmente, y añadiendo insulto a la injuria, a la indignación sobre la larga duración de la crisis y el desigual reparto de los costes del ajuste, se suma la corrupción política. Y ahí, nuestros políticos se niegan a corregir nada substancial. E, incólumes al desaliento, no aparecen por ninguna parte listas abiertas, ni circunscripciones próximas al ciudadano (que substituyan las provinciales, dónde nadie conoce a sus diputados), ni limitación de mandatos, ni exigencia de trabajo fuera de la vida política, ni límites al gasto partidario e incluso, en algunos de ellos, ni primarias abiertas. Que continúen con su miopía. La emergencia de Podemos muestra hasta qué punto están alejados de la población.

En la página final de Cien años de soledad, el último Buendía, absorto en la traducción de los manuscritos que el gitano Melquíades escribió sobre el futuro de su familia, no percibe el fragor de los tornados que azotan su residencia, ni las sombras que genera el huracán que envuelve Macondo lentamente, hasta hacerlo desaparecer de la historia. Nuestras élites, nuestros políticos, nuestras clases dirigentes se parecen a ese Buendía. Absortos en sus negocios, solitarios en sus despachos, prisioneros de sus mitos, ni tan siquiera han oído el rumor que, de forma creciente, se acumula más allá de sus pagos. Ahora, que se han dado cuenta, probablemente sea tarde para muchos de ellos. Porque, como reza la última línea de la obra de García Márquez, "las estirpes condenadas a cien años de soledad, no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra". Podemos es el síntoma. La ruptura del acuerdo social que emergió tras la Segunda Guerra Mundial, y su sustitución, tras la caída del muro de Berlín, por un mundo neoliberal brutal, es la enfermedad. Quizás esas élites no tengan una segunda oportunidad. Pero desearía que sí la tuviéramos nosotros. Pero, para ello, habrá que regresar al pasado. Y ello no es, ni será, fácil.

Catedrático de Economía Aplicada