Los análisis de las elecciones catalanas tienden a subrayar las dificultades de gobernabilidad que se derivan de sus resultados, pero, a mi modo de ver, obvian el mensaje principal que de ellas se deriva: el fracaso de la opción que pasa por seguir profundizando en un proceso de independencia y de aquella que apuesta por una, por decirlo al modo en que lo hizo Wert, españolización de Cataluña. La foto que se desprende de las elecciones es la de una sociedad partida por la mitad y sin posibilidades a corto plazo de que esa situación varíe.

Sin embargo, si no nos empeñamos en leer las elecciones en clave exclusivamente partidaria, que es la lectura política más nefasta, podemos extraer varias conclusiones. La primera de ellas, que Cataluña tiene un alma dual, catalana y española, que habitualmente se ha mostrado mezclada sin problema. Pasar del catalán al castellano, o viceversa, en función de la situación específica, era lo habitual en esa comunidad, solo los sectarios (e incultos) de cada lengua convertían en problema lo que la sociedad catalana, a pesar incluso de la dictadura, había sabido normalizar. Solo el esfuerzo de políticos de uno y otro signo ha provocado que esas dos almas acabaran decantadas en recipientes políticos diferentes, abriendo la puerta a un sectarismo impropio de la sociedad catalana. Revertir la situación y propiciar de nuevo la mezcla de almas es uno de los retos de futuro.

La segunda conclusión es que no se puede construir país enarbolando la estelada. Tras un proceso tan dramático, tras una represión tan intensa, el independentismo no alcanza el 50% de los sufragios, lo que debiera llevarles a constatar la inconveniencia de su posición política. La tercera, muy vinculada a la anterior, es que el sentimiento independentista no puede pretender ser ahogado desde posiciones españolistas. Si el independentismo ha fracasado, la opción que representan los partidos del nacionalismo español supera con poco el 40%, si consideramos en este bloque al PSC.

Así las cosas, si la política estuviera presidida por posiciones razonables, el panorama quedaría muy clarificado: no es posible llevar a cabo ninguno de los grandes proyectos que concurrían a estas elecciones. Por consiguiente, se trata de, pensando en Cataluña, pero también en España, modificar las estrategias para articular un proyecto más amplio, no condenado al bloqueo de la otra mitad del parlamento y al rechazo por la otra mitad de la sociedad. O lo que lo mismo, pensar menos en intereses de partido y más en intereses sociales.

Paradójicamente, es el mensaje que presentaron los Comunes, ni independentismo ni nacionalismo español, y que ha recibido un escaso apoyo en las urnas, la vía que más recorrido político debiera tener en una situación como la actual. Por cierto, es tremendamente curioso ver cómo, tras haber sido constantemente calificados como cómplices de los independentistas por la mayoría de los medios de comunicación del régimen, estos mismos medios se han apresurado a contabilizar a los Comunes entre las fuerzas no independentistas para presentar un balance electoral favorable. Nada nuevo bajo el sol del cinismo mediático de nuestro país. Dejando de lado esta significativa anécdota, parece claro que el momento del frentismo ha pasado y que lo que debiera comenzar a estudiarse son las vías para recomponer la convivencia. Cerrar heridas y no empeñarse en mantenerlas sangrantes.

Si he de ser sincero, dudo que esta sea la vía que se transite. En realidad, no tenemos políticos de altura, solo hooligans que se dedican a exacerbar las pasiones entre sus respectivas clientelas. Con la inestimable colaboración de unos medios de comunicación convertidos en verdaderas máquinas de guerra. En el fondo, lo que late es un profundo menosprecio por sus respectivas sociedades, que son utilizadas como arietes en sus miserables pugnas partidarias. Por ello, cuando se pretende construir puentes, se habla, con menosprecio, de equidistancia o de ambigüedad. Aquí hay que tener el cuchillo entre los dientes.

En definitiva, lo que la cuestión catalana, o el problema español, va a poner de manifiesto es la profundísima crisis de un sistema de partidos que se ha ido alejando cada vez más de la función social que de él debiera esperarse. Por ello, la vía que trazan aquellos que, en realidad, en uno y otro bando, representan ese trasnochado sistema, conduce a un callejón sin salida. Seguro que ellos se empecinarán en chocar una y otra vez con el mismo muro.

*Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza