Nunca hemos estado tan cerca y tan lejos los unos de los otros, nunca con tantos contactos y menos encuentros, nunca con tantos enredos enredados. Retraídos los unos de los otros, distanciados, cada cual a su bola que es lo mismo que quieren los demás para no ser menos: lo que se ofrece y se vende a grito pelado, lo que se demanda y desean todos, lo que solo consigue quien lo paga, nos movemos revueltos como átomos en el mismo caos. Si algo nos une es el individualismo salvaje que nos separa, y la red donde nos instalamos. Es la conexión lo que importa, no el domicilio donde aparcamos el cuerpo. Y más la comunicación permanente sin compromiso, al instante, que la comunión o comunidad establecida que reúne y compromete. El viaje virtual de banda ancha que no va a ninguna parte y navega sin puerto a la deriva -el evento y la experiencia de ida y vuelta por ahí como turistas-- importa más que la historia y el camino real con los pies en tierra. Que ese es estrecho y se hace haciendo compañeros paso a paso, como un nosotros cada vez más ancho hasta llegar a la casa común.

Llegados al cabo de la calle -de todas las calles o historias particulares- a la plaza del mercado o al mundo como mercado, la única salida de esta situación es largarse o abrirse juntos sin enrollarse o encerrarse en la piel de los propios intereses. Que eso sería ensimismarse y hundirse en la miseria de un individualismo salvaje que apesta ya y se propaga por todas partes. Todo lo contrario de lo nunca visto: del comienzo de una historia de la humanidad que nos haría humanos sin fronteras. Sin identidades suicidas y asesinas contra los otros, nacionalismos excluyentes y paraísos fiscales; la dignidad humana florecería entonces como la aurora, maduraría como el sol de mediodía e iluminaría a todo el mundo. Y no el dinero negro y el oro sucio que nos ciega.

¿Qué es el hombre sin historia? ¿Y qué la historia cuando se reduce a mera supervivencia biográfica? ¿más años para más viejos? Una vida de perros que se acaba como la rabia cuando el perro muere. Nada que interese a los demás: un cuento que nadie cuenta, un relato que nadie lee y como esa foto estúpida que se hace uno -dos cabezas juntas y en todo caso muy pocas- con alargadera. En un mundo así pronto habrá más figurantes que actores, más teatro que público respetable. No quedará nada para recordar ni persona que lo recuerde. Y hasta el olvido se olvidará.

Pero no era de esto de lo que quería escribir sino del recuerdo, del acuerdo y de la concordia incluso a menor escala. Pensando aquí y ahora, que es nuestra forma de estar en el mundo: la circunstancia inmediata que nos inserta en el contexto y la premura de una situación mundial ineludible. Hablando desde Aragón, el problema es para nosotros -que somos humanos como los demás- la convivencia con los vecinos de acá y de allá. Mejorar esa convivencia y llevarse bien, no pleitear por cualquier cosa, es todo lo que podemos hacer, solo eso, y lo demás el tema. No es que no nos importe, por ejemplo, ese cabestro o caudillo patriotero, blanco y con ojos azules, bravucón y macho dominante que ha ganado las elecciones en América, quiere marcar como un animal su territorio, limpiarlo de alimañas y echar a los emigrantes. Lo que pasa es que desde aquí solo podemos hacer por el mundo lo contrario de lo que pretende hacer allí ese personaje. Claro que nos afecta más que el vuelo de una mariposa en California, que también; pero en la práctica todo lo que podemos hacer lo haremos aquí, si queremos. Y de lo contrario nada para librarnos de la xenofobia, del tsunami que nos amenaza y embrutece.

Por eso quería ocuparme aquí de la concordia y del acuerdo, evocar la de Alcañiz y el Compromiso de Caspe, recordar, traer al corazón y poner en manos de la buena voluntad, actualizar lo que fue para que sea posible todavía lo que debe ser:promover entre los pueblos hispanos de la antigua Corona de Aragón el disfrute compartido de un patrimonio común y servir en bandeja a todo el mundo esa experiencia. Que eso es seguir la inclinación de una tradición viva. Y lo contrario, una traición que a nada conduce en la depresión del Ebro.

Pleitear por la herencia es acabar con la casa. Es convertir los bienes -ya se trate de las joyas de la Corona, de la arracada de la abuela, de un pedazo de tierra o del caldero de cobre que reclama la pubilla- - en manzana de la discordia. Es reducir las reliquias a mercancías y su valor al precio de mercado, es acabar o partir peras. Es la muerte y una corona de espinas sin resurrección prevista. Es la fosa con los huesos, una tradición traicionada y enterrada.

Pero quede eso, como tema, para otro día. Mientras siga abierto al menos como problema lo que es, sin duda, una herida sin curar por estas tierras. Me refiero a la concordia y al compromiso, ya me entienden.

*Filósofo