El consenso, eje cardinal de la transición, se desvaneció en un brumoso limbo del que apenas teníamos ya noticias, sea como añorada memoria o, aún peor, para calificarlo de ingenuo e inalcanzable objetivo. La ausencia de concordia acostumbra devenir en nefastos resultados; en el ámbito político y dadas las periódicas alternancias de gobierno, tal rotación tiende a revertir las iniciativas implantadas por los gabinetes anteriores; efecto particularmente adverso en la educación, tan necesitada de estabilidad como sufrido objeto de sucesivas reformas y contrarreformas. Es presumible que la fragilidad del sistema educativo español contribuye en gran medida al fracaso escolar y bajo rendimiento, tan reiteradamente evidenciado por los informes PISA. Un profesorado voluntarioso pero desorientado por ordenanzas contradictorias y sometido a un esfuerzo permanente de adaptación, no puede sino intentar salvaguardar en lo posible los efectos negativos y carencias del sistema que, en definitiva, siempre recaen sobre el alumnado. Por ventura, consenso y diá- logo parecen estar a punto de resucitar; de hecho, ahí está el esperanzador acuerdo recientemente alcanzado en torno a la polémica recuperación de las reválidas. Este es el camino; sin duda, existen muchos puntos en común que pueden ser aceptados por una gran mayoría y otros sobre los que, tras un constructivo debate, se puede alcanzar la deseable avenencia. Pero es imprescindible un compromiso mutuo de respetar los acuerdos logrados: no se trata de pactos provisionales, sino de sentar la base firme de un entendimiento que pueda superar los ineludibles cambios y juegos de poder que las urnas han de brindar en el futuro. ¿Acaso es posible partir de cero cada cuatro años?