Sí, me son simpáticos. No les tengo miedo. No me producen alergia. Y entiendo su función en esta sociedad tan borde, acompañando a los ancianos, equilibrando a los niños y ayudando a los discapacitados. Para que conste.

Así que la ordenanza sobre perros que prepara el Ayuntamiento de Zaragoza la veo bien, en principio. Está en línea con las vigentes en diversas ciudades europeas y puede constituir un instrumento adecuado para ordenar la presencia en la ciudad de los miles de canes que hoy la habitan. Que son muchos. Muchísimos. Hemos llegado a un punto en el que España entera (la capital aragonesa es, como siempre, un perfecto promedio) aparece sobrepoblada de perros. Quienes vienen de fuera lo notan de inmediato, aunque provengan de países aficionados asimismo a las mascotas. Chuchos de todas las razas (y digo chuchos sin ánimo peyorativo) van y vienen junto a sus amos por calles, parques, jardines y riberas. Es increíble. Un amigo cree que tan simpáticos animales son en realidad alienígenas que nos invaden lentamente sin que nos demos cuenta. Ya han acostumbrado a millones de personas a darles de comer, recogerles las cacas y limpiarles el culo. Eso, claro, cuando se cumple la normativa vigente. Porque, si no, la mierda se queda tirada por aceras y céspedes. Ahora bien, lo que no cabe retirar de la vía pública son los pipís que riegan aceras y esquinas. Un vecino mío tiene un pitbull macho, que pasea a menudo. La fiera (tampoco lo digo en mal plan, sino para definir su aspecto de guerrero cuadrúpedo) camina indiferente, marcando músculo, y cuando levanta la pata deja tras de sí un río que proclama su naturaleza dominadora. Cualquiera les dice nada a él o al propietario.

Me expreso hoy con tanta finura porque sé de la fe militante que mueve a muchas personas. El 26-J, los animalistas tuvieron doscientos ochenta mil votos, tantos como el PNV. Espero, no obstante, que el amor de esos compatriotas míos por sus mascotas y los bichos en general se compagine con la comprensión que merecemos quienes no tenemos perro. Aunque la especie, ojo, nos caiga bien.