Se ha convertido en actualidad política la reforma constitucional. Soy escéptico sobre la posibilidad de que se lleve a cabo. Si se produce será de poco calado por las reticencias del PP y C’s. La Constitución actual, que más del 60% de la ciudadanía española no pudo votar en el referéndum de 1978, se ha quedado anquilosada e inservible para abordar los nuevos y profundos problemas políticos. Por ello, o se reforma la actual en profundidad, lo que podría realizarse a través de unas Cortes ordinarias. O se elabora una nueva, lo que requeriría unas Cortes constituyentes. En ambas opciones finalmente tendría que haber un referéndum. Evidentemente con la actual representación política, si la primera opción es complicada, la segunda es una utopía. Una reforma o un cambio constitucional no deberían considerarse peligro alguno para nuestra democracia. El peligro real sería mantenerla inmutable.

Tom Burns Marañón, en su libro De la fruta madura a la manzana podrida. El laberinto de la Transición española del 2015 expone que «la Transición fue la caída del árbol de la fruta madura» y hoy «la mercancía -la fruta, la manzana- está podrida». Los cambios sociales, económicos y culturales propiciados por la dictadura, hacían inevitable la llegada de la democracia. La «fruta madura» fue el deseo asumido por la sociedad española de reconciliación y normalización política. Mas, ese nuevo proceso abierto terminó por dilapidar el gran entusiasmo engendrado en sus inicios, de ahí «la manzana podrida». Si todo ese torrente de ilusión colectiva se corrompió fue por unos motivos: una ley electoral injusta; los híperliderazgos muy fuertes -caso de González y Aznar- que eliminó la democracia interna en sus partidos, daño trasladado a la política general; la mejora del nivel de vida, la implantación del Estado de bienestar y la entrada en Europa, hizo que la sociedad española autocomplaciente por su «ejemplar» Transición, se convirtió en una masa silenciosa que perdonó los pecados de la clase política. Con la crisis del 2008 despertó. Y por último, el miedo escénico al cambio en la clase política supuso la elaboración de una Constitución esculpida en piedra granítica, que impide su adaptación a los nuevos tiempos.

Por otra parte, Stefano Rodotá en su libro El derecho a tener derechos nos recuerda el art. 28 de la Constitución francesa de 1793, el cual especifica «Un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Ninguna generación puede atar con sus leyes a las generaciones futuras». Una indicación que se generaliza en el mismo Preámbulo de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

Los políticos de verdad, son aquellos que saben captar los cambios que se suceden inexorablemente en una determinada sociedad, y además saben encauzarlos políticamente y plasmarlos jurídicamente. ¿En España esos políticos de verdad dónde están? Por ello, ha tenido que ser la movilización ciudadana la que ha planteado los cambios constitucionales. La historia nos enseña que si en la sociedad democrática no se produjeran movilizaciones por causas justas, no habría la presión necesaria para hacer efectivos derechos reconocidos constitucionalmente, ni la fuerza para crear otros nuevos».

Hay que modificar el Título VIII, para una delimitación clara de las competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas. Senado convertirlo en una auténtica cámara de representación territorial. Modificación del art, 2º para reconocer el hecho plurinacional. Incorporar los principios genéricos del modelo de financiación, la solidaridad interterritorial, la corresponsabilidad y la autonomía financiera. Blindaje de los derechos sociales, como educación, sanidad, pensiones, trabajo, así como el agua, alimentación, luz, vivienda…

En el proceso de elaboración de nuestra Constitución hubo al menos tres instituciones que quedaron fuera de toda discusión. Una fue la Monarquía, blindada frente a eventuales reformas por el artículo 168. Habría que eliminar tal blindaje para posibilitar un referéndum: Monarquía o República.

La Iglesia Católica, a la que se le reconocieron sus intereses básicos en materia educativa (artículo 27) y la renuncia al reconocimiento del carácter laico -y no simplemente aconfesional- del Estado (artículo 16.3), aunque la aconfesionalidad se incumple ya que en dicho artículo «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». Un Estado aconfesional no debe hacer una cita expresa a una religión concreta.

Y la tercera, la explícita atribución al Ejército de la tutela de la «integridad territorial» y del propio «orden constitucional» (artículo 8), que convierte a la jerarquía militar en guardiana de la «indisoluble unidad de la Nación española» y en factor disuasorio frente a las reivindicaciones de autonomía de las «nacionalidades y regiones». Este artículo 8 hoy es inconcebible su mantenimiento.

*Profesor de instituto