Nos impresiona la última matanza de inocentes, la última exhibición de fuerza israelí y, sobre todo, nos encoge el corazón cuando la comparamos con los fastos altisonantes de la inauguración de la embajada de EEUU en Jerusalén. Mientras Israel ganaba Eurovisión y clamaba por la tolerancia, el Ejército se preparaba para la masacre.

Mientras se hablaba de una jornada histórica para la paz («se fundamenta en la verdad», dijo Netanhayu), lo cierto es que la desolación se desataba en la franja de Gaza.

Pero debemos pensar que no es sino la punta de un iceberg donde se esconde, en un ambiente claustrofóbico, inhóspito, pedregoso, el frío de una política que ha abocado a los palestinos a vivir en condiciones infrahumanas.

Con la sanidad colapsada; las escuelas y las casas destruidas; con un paro y una pobreza indescriptibles y apenas seis horas de electricidad al día, siempre con la inquietud de una nueva incursión, un nuevo acoso, un nuevo ataque.

Para justificar la masacre, Nikki Haley, en la ONU, alababa la «contención» de Israel, y es aquí donde radica la perversión del argumento.

Los de Netanhayu son bondadosos porque, pese al arsenal acumulado, terrible, mortífero, son capaces de dominar la fuerza. De hecho, hablan del leviatán bíblico («su aliento enciende las brasas») como si fuera un monstruo comprensivo. Recalcando la «contención», en realidad hablan de la monstruosidad.

*Escritor