El poder lo cambia todo. Es la línea que separa el discurso que uno sostiene cuando está en la oposición y lo que después pone en práctica cuando llega la hora de gobernar. Los objetivos, los decálogos, se vuelven tibios y aplazables. No debería ser aceptable, aunque sea tan frecuente. En España, desde la implosión de la UCD nadie gana el poder, lo hereda el partido que está en segundo lugar cuando el que gobierna, por sus propios errores o excesos, cae como fruta madura. Por ensimismamiento, por arrogancia, por soberbia, por corrupción, por hartazgo... Pueden repasar la lista: los GAL y la crisis de sucesión en el PSOE; las mentiras insostenibles sobre el 11-M; o la negación de la crisis y aquella reforma exprés del artículo 135 de la Constitución ordenada por Merkel y ejecutada por un ZP que en lugar de dimitir dignamente, proclamó: «Me cueste lo que me cueste». Y le costó.

En este país lo decisivo no es ilusionar con un proyecto realizable con los pies en el suelo sino conseguir el desprestigio del rival. Una especie de contrapolítica donde el otro no es un adversario legítimo en democracia sino simplemente el enemigo. Los argumentos, las razones, pasan a un segundo plano. Prima la literatura en su peor vertiente como pura palabrería. Y ese es precisamente el caldo de cultivo en el que la crispación se convierte en una herramienta política útil a la hora de soltar soflamas sin reparar en el peligro que las acompaña.

El asunto catalán es un claro ejemplo. Que representantes públicos de todo signo sigan jugando a ver quién tiene la bandera más grande y la irresponsabilidad más larga (o al revés) evidencia un claro desentendimiento de los desastres en forma de recortes presupuestarios en necesidades básicas, cuestiones sociales y económicas urgentes que afectan a la mayor parte de la ciudadanía y que no encuentran el hueco adecuado por su importancia en las noticias, con el consiguiente déficit de información y sensibilización.

La política ha quedado reducida a un lenguaje agresivo, basado en la hipérbole permanente, la exaltación, la indignación moral, el victimismo y las simplificaciones maniqueas. Y todo ello, bajo el palio de ese capitalismo de ficción que tan bien caracterizó el desaparecido Vicente Verdú, ese sistema exento de compromiso que enmascara la realidad y carga el énfasis solo «en la importancia teatral de las personas». Ojalá estemos a tiempo de rectificar. Verdú ya no lo verá. H *Periodista