Hubo tiempo en que la crisis era producto de la mala gestión de un país, una mala racha atmosférica, la deficiente estructura productiva, el anquilosamiento o cualquier figura económica o política, real o inventada, con que los analistas daban una explicación que los neófitos siempre creíamos. Hasta hubo quien se tragó que era porque los currantes no queríamos apretarnos el cinturón. Entonces, los asalariados acostumbrados a recortar gastos, recortábamos más, la sobrevivíamos a duras penas y luego se nos olvidaba. Hasta la siguiente. Hoy también la pagamos los de siempre y los expertos andan improvisando explicaciones que has de creer porque no se pueden entender. Pero cada día más sabemos que no tiene tanto que ver con cómo se gestiona, sino con qué se gestiona. Y lo que se gestiona es una parte del mundo, global y rico, que produce ilusiones antes que productos tangibles, al que se le va la olla con las cuentas de la construcción cuando va bien y no tiene donde agarrarse cuando va mal, que depende de recursos finitos que imaginamos eternos y del petróleo al que de vez en cuando le conviene una guerra, y que se sostiene en una estructura económica ficticia. Se dice que lo peor de la crisis es la neurosis que genera y el miedo innato del superviviente que reacciona a la carencia antes de que se manifieste. Yo creo que lo mejor es la oportunidad que te da de mirar por donde andamos. Pero los analistas de una crisis que no sufren porque se la traspasan a la cuenta de los demás, están mirando para otro lado. Periodista y editor