Por la idiosincrasia de la plaza, enorme por razones manifiestas a un simple vistazo retrospectivo, en el Real Zaragoza todo se magnifica desde siempre, los triunfos y las derrotas. En los últimos años, como consecuencia del frustrante e inconcluso peregrinaje por la Segunda División, a esa idiosincrasia se ha añadido un nuevo factor: la duda. A las primeras de cambio, o a las segundas, o las terceras, que de todo ha habido, se duda de todo. Es un proceso natural, poco sorprendente, efecto directo de la complejidad del escenario. Esta temporada se ha dudado de la plantilla en sí misma y evidentemente de la figura de Natxo González. De Benito, de Grippo, de Buff, de Febas, de Zapater, de Pombo, de Papu, de Eguaras. De casi cualquiera y, por supuesto, de Borja, al que en su socavón de juego, que lo tuvo, se cuestionó hasta su indudable aptitud para la profesión. Ayer el delantero, extraordinario cuando hacía goles con campechanía y cuando los fallaba, mandó callar. Iría para quien iría, pero quizá podría ser un gesto que valiese para todos.

Las plazas grandes tienen esto. Se duda de todos y de todo. Y se seguirá haciendo. De cualquiera menos de varios canteranos de currículum prácticamente inmaculado, como Guti o Lasure. Y de Cristian Álvarez. Con el portero nadie ha titubeado. Importaba poco que su media de goles recibidos casi triplicara a la del Zamora de la categoría o que el Real Zaragoza continuase encajando con sencillez. Cristian ha contado siempre con el favor general, cosa significativa en un lugar donde se sospecha por sistema. Ayer el equipo ganó en Tarragona con tantos de Grippo y Borja, pero no lo hubiera hecho jamás sin otra portentosa actuación del argentino. No fue la primera ni la segunda ni la tercera. Ni será la última. Cristian ha sido el ángel de la guarda del Zaragoza cuando al equipo se le comían los demonios. Para que haya levantado el vuelo en la segunda vuelta también ha sido fundamental. Imprescindible.