La vida cotidiana parece saturada de ignominia y corrupción; ¿acaso nos ha tocado vivir en un tiempo devastado por el vicio y la injusticia? El pesimismo tiende a invadirnos cuando leemos, escuchamos o vemos los informativos de los medios de comunicación, pero no es vano ejercicio abrir los ojos y mirar un poco más allá. O, mejor, un poco más acá, mientras nos llegan las risas alegres de niños jugando y observamos un corrillo espontáneo de trabajadoras disfrutando de una breve pausa en sus tareas, aun a pesar de que quizá el tema ineludible de su charla estribe en el azaroso devenir de su futuro laboral. Eso es: en la calle, el mundo no parece tan horrible. Hay paz, entendimiento y un mínimo respeto, que prevalecen sobre la manifiesta violencia reinante en las páginas de sucesos. Sin embargo, las hambrunas catastróficas no son algo nuevo, ni tampoco las penosas migraciones masivas de refugiados, la violencia sexual o los abusos infantiles. Ni, por supuesto, la corrupción, tan proclive a desarrollarse a la sombra del poder absoluto y la opacidad. Para la mujer, la perspectiva es todavía más radical: las agresiones machistas no son cosa de hoy; simplemente, ahora se denuncian y antaño quedaban encerradas entre las cuatro paredes del hogar. Apenas han pasado unas décadas desde que se alcanzara el derecho femenino al voto, desapareciera el desigual tratamiento legal del adulterio y no fuera ya exigible el permiso marital o paterno para celebrar actos mercantiles; limitaciones que aquí y ahora juzgamos absurdas, pero presentes en el sufrido recuerdo de muchas abuelas. Ciertamente, podemos ver la botella medio llena o medio vacía, pero, de verdad... ¿cualquier tiempo pasado fue mejor? Escritora