Algunos dicen que el primer error de los aragoneses fue sostener al Justicia Lanuza contra el rey Felipe II, pues aquello vino de los tejemanejes de Antonio Pérez y sus amigos, sin que al súbdito corriente y moliente le fuese ni le viniese. Otros ponen el jalón gafe en la Guerra de Sucesión, cuando apoyamos al Habsburgo austriaco contra el Borbón francés, y aquel fue derrotado por este. En lo que hay bastante consenso es en abominar de la heroica reacción de nuestros tatarabuelos zaragozanos, que se empeñaron (animados por la Santa Madre Iglesia, que siempre estuvo ahí) en dejar que la capital fuera destruida con tal de sostener los derechos del felón Fernando VII frente a los franceses, su revolución y su enciclopedia... Sea como fuere, en algún momento lejano empezamos a oír cantos de sirena, a dejarnos arrastrar por absurdos entusiasmos y a meternos donde no nos llamaban.

Ha presentado mi colega Ramón J. Campo una nueva edición de su libro sobre el Canfranc, los nazis, el oro y aquellas aventuras de posguerra en la estación hoy abandonada. El prólogo es de Forges, quien el otro día se hacia lenguas sobre la atmósfera mágica de la susodicha estación. "Seguro --le dije--, porque tan maravilloso edificio pertenece al realismo mágico, no al realismo real". Cuando decenas de miles de personas llenaban Independencia a principios del siglo XX reclamando la apertura de la línea férrea transpirenaica, reivindicaban un logro inútil. Aquel complicado trayecto de alta montaña nunca serviría para gran cosa... Salvo para dejarnos un misterio indescifrable. Otro.

De entonces acá, nunca hemos dejado de suspirar por cosas imposibles o de escasa utilidad. Y hemos creído que tales cosas resolverían nuestros problemas de un día para otro. Nuevas travesías a Francia, túneles condenados a quedar embotellados, infraestructuras sin uso, pantanos ilógicos, dragados del Ebro, caros juguetes, La Meca de los casinos... Así llegamos una y otra vez a la eterna Ínsula Barataria. Hoy, en Alcañiz, las carreras de motos son asunto (y gasto) público, y el hospital, un proyecto externalizado al sector privado. Mágico, sí.