El planeta está enfermo y necesita un remedio de urgencia que se adivina muy espinoso de aplicar: ¿quién pagará la factura? Los países pobres, que además son los más vulnerables, exigen una cuota mayor por parte de los estados opulentos, cuyo consumo sin mesura y faustos insensatos están, en gran medida, en el origen de la afección ecológica que amenaza directamente nuestro futuro. Así las cosas y a pesar de las expectativas iniciales inspiradas por la multitudinaria marcha del clima de Nueva York, no es de extrañar el menguado acuerdo alcanzado en Lima, previo a una cumbre de París donde habrá de renovarse el Protocolo de Kioto.

Entonces, ¿cómo hemos de ver la botella? Pues, medio llena: siempre es preferible el optimismo activo antes que una decepción paralizante. Y, ya puestos, en tanto confiamos en que algún día lleguen las soluciones gubernativas, invariablemente frágiles y que, en definitiva, habrán de basarse (como siempre) en los sacrificios individuales, podemos aportar nuestro granito de arena, esas piedrecitas que levantan montañas. Empezando por un consumo responsable; continuando por el reciclado eficaz de basuras y desechos, la restricción del derroche energético y una apuesta por sistemas no contaminantes... Las áreas de mejora parecen extenderse casi hasta el infinito, por lo que, desafortunadamente, tenemos demasiado donde elegir; pero, sobre todo, hemos de acrecentar la sensibilidad hacia nuestro entorno, como primera y básica medida; comprender el problema entraña el primer paso hacia su solución. Hemos de entender que ni el aire que respiramos ni el agua que bebemos son gratuitos y apreciar los dones que recibimos.

¿Qué le podemos regalar a la Tierra esta Navidad? Escritora