Siempre es grato visitar Daroca; en esta ocasión lo he hecho con motivo del XIII Congreso de la Asociación Aragonesa de Escritores, que nació precisamente en esta entrañable villa a la que Pedro IV el Ceremonioso otorgó el título de ciudad como premio a su enconada defensa contra el ejército castellano. Tierra de frontera, de encuentros y desencuentros; cruce de caminos, de confrontación cultural y religiosa, la identidad darocense se ha forjado en un peculiar crisol abierto a todas las ideas. Si nunca tuvo un devenir fácil, Daroca y su comarca se enfrentan hoy a su más grave desafío: la despoblación, cuestión a la que no resulta ajena gran parte del territorio aragonés. ¿Acaso puede desvanecerse la ilusión y la esperanza y puede borrarse la memoria, esos recuerdos gloriosos que nos acompañan a través de las estrechas callejuelas y rincones que nos hablan de un pasado presuntamente inmortal? Daroca nunca se rendirá; jamás lo ha hecho y ese ha de ser su mejor ejemplo y lección. Bajo cada una de sus piedras duerme una fe infinita, dispuesta a renacer al son de antiguas músicas de eco universal; dispuesta a una reencarnación a la que tampoco hoy le faltan abanderados: Mingote, Ildefonso Manuel Gil, Antón García Abril, José Luis Corral... Esa fe que brilla en los ojos de José Antonio Romero, en cuya mano amiga y generosa reconozco añejas resonancias; esa fe apasionada que transmiten los actuales darocenses y sus instituciones, mientras se apoyan en el pasado, pero miran al futuro. Ignacio Escuín cierra el Congreso. Nacho, el poeta que ahora "está en el otro lado" quiere acercar creadores e instituciones. Porque el divorcio entre los ciudadanos y sus representantes es hoy la más sombría amenaza. Escritora