Tontos, imbéciles y estúpidos. Esas son las categorías. Solo a un tonto se le ocurriría ir al Sáhara a vender arena. Solo a un imbécil se le ocurriría desnudar a un esquimal para que tuviese calor. Solo a un estúpido se le ocurriría liquidar la enseñanza y esperar que inventemos el motor de agua. Eso es lo que está sucediendo exactamente en nuestro país; algo que incluso el tonto de un pueblo sabe: si la gente no tiene dinero no gasta, si no gasta cierran las tiendas, si cierran hay que ajustar más. ¿Dónde ha estudiado esta gente?

El momento es tan grave, tan agudo, que si Rajoy tuviera un mínimo de dignidad, anunciaría hoy mismo su presencia en la televisión pública para explicarnos lo que sucede. A las diez de la noche. Y con la intervención de cinco periodistas que le preguntarían sin misericordia. Eso es lo que procede en un país serio. Pero la cobardía de Rajoy es legendaria. Ahí contempla cómo España entra en liquidación, con la gente ahogada y pretende que le dediquemos sonetos de amor.

A grandes males grandes remedios: ¿es otra burla el que los bancos reciban 120.000 millones de euros, a sabiendas de que no va a llegar un céntimo a la pequeña y mediana empresa? ¿A qué esperan para crear una Banca Nacional que distribuya esos capitales? ¿A qué esperan para enviar la policía a los grandes evasores? ¿A qué esperan? A la gente, al pueblo, solo le queda una salida: mostrar en la calle su indignación. Resistirse a ser los sacrificados únicos de esta tragedia que no ha creado. No lo hacen por gusto. Lo hacen en defensa propia.