Suenan cada vez con menos fuerza, pero todavía son algunas las voces de aquellos que acusan al Gobierno de Pedro Sánchez de carecer de la legitimidad de los votos. Según estos, solo el partido más votado en las elecciones estaría capacitado para afrontar la tarea de formar gobierno, por lo que la maniobra del PSOE, incluyendo la moción de censura y el apoyo de diversas fuerzas parlamentarias, habría sido casi un «golpe de estado a nuestra democracia», en palabras de algunos políticos y destacados profesionales del mundo de la comunicación.

El tiempo pondrá a cada uno en su sitio, así que no tardaremos demasiado en saber si la estrategia del PSOE le proporciona algún rédito electoral, o si los partidos que ahora le acusan de falta de legitimidad tienen que recurrir a las mismas o similares cuentas para volver al gobierno.

Y ES QUE en eso consiste la democracia. Hemos tardado algo más de 40 años en entender que nuestro sistema no se legitima tan solo yendo a las urnas para que gobierne el partido más votado, por mucho que haya sido así durante todo este tiempo. Es cierto que hasta hace apenas un lustro nuestro sistema de partidos contaba con dos mastodontes que llegaban a acaparar hasta el 84% de los votos (marzo de 2008) y la práctica totalidad de los escaños (entre 1982 y 2011 la suma de PP y PSOE suponía entre el 80% y el 92% de los asientos del hemiciclo), por lo que la importancia del resto de partidos tanto en votos como en escaños era apenas residual; mucho más cuando el partido más votado disponía de mayoría absoluta y por lo tanto no necesitaba de ninguna otra fuerza para sacar adelante su programa de gobierno.

Esto último explica uno de los grandes defectos del sistema político en España: la separación de poderes entre el Ejecutivo y el Legislativo que aparece en nuestra Constitución ha sido, de facto, una falacia. Todos sabemos que en el momento en que un partido dispone de la mayoría parlamentaria suficiente se convierte en un rodillo legislativo frente al que poco pueden hacer los partidos de la oposición. De esta manera, el Gobierno ejerce el poder Ejecutivo pero al mismo tiempo determina la práctica totalidad de la actividad legislativa. Cuando no hay mayorías absolutas normalmente son los partidos nacionalistas los que han otorgado la ansiada estabilidad a cambio de concesiones para sus territorios, permaneciendo ajenos a cualquier iniciativa de la oposición, por legítima que fuera.

ASÍ PUES, la principal razón de ser de los partidos, que no es otra que legislar, había desaparecido hasta ahora en la práctica. Esta circunstancia ha sido la que ha permitido que los propios partidos se permitan sustituir la excelencia que se presupone a todos nuestros representantes, por la fidelidad y el cursus honorum dentro de las organizaciones, aunque lógicamente no sea el caso de todos nuestros diputados. De hecho existen magníficos parlamentarios en todos los partidos.

Por todo ello me atrevo a afirmar que, nos gusten más o menos, la aparición en escena de Podemos y Ciudadanos ha sido una inmejorable noticia para nuestra democracia. La fragmentación del voto en cuatro partidos introduce toda una serie de novedades que no estamos sino empezando a descubrir. La primera de ellas es que el partido más votado no siempre es el que gobierna, algo que, por cierto, ya se conocía desde hace tiempo en 15 de las 17 comunidades autónomas en las que en algún momento han gobernado Ejecutivos que no contaban con la mayoría de votos.

La existencia de cuatro partidos que cuenten entre 50 y 100 escaños, un escenario bastante probable en un futuro inmediato, implicará que las aritméticas parlamentarias se multipliquen; que en una misma legislatura las leyes no dependan exclusivamente de un único pacto para cuatro años, sino de acuerdos puntuales para cada cuestión. Implicará diálogo, consenso, cesiones, humildad en las negociaciones y espíritu de acuerdo. En suma, pura democracia.

*Licenciado en Historia Contemporánea