Amenudo, en este país se pronuncia la palabra democracia... de manera inapropiada. Cabe suponer que ello se debe a lo tormentosa que fue aquí la Edad Contemporánea y a la anormal pervivencia durante el siglo XIX y buena parte del XX de modos de dominación particularmente despóticos y atrasados.

El caso es que ahora mucha gente se hace un lío con los procedimientos democráticos. Para empezar, no se entiende que un Estado de Derecho, además de urnas y leyes, necesita una sociedad civil organizada, unos medios (o redes) de comunicación independientes y libres y una ciudadanía formada. Luego tropezamos con la cuestión del método. Así, por ejemplo, demasiadas personas creen que la ley d’Hont es la culpable de las injustas diferencias que suele haber en la relación entre votos totales y escaños obtenidos por unos partidos y otros. Desajuste que no se debe al sistema de cálculo (proporcional corregido) sino al escaso volumen de electos de las circunscripciones provinciales con menor censo (que son muchas).

Otro error habitual es el de la derecha, que se empeña en darse por ganadora cuando es la opción más votada, aunque no disponga ni de mayoría absoluta ni de opciones para conseguirla mediante alianzas.

O el de los nacionalistas periféricos y sus admiradores de la España profunda, empeñados en negar (¡escandalizados!) la necesidad de una participación cualificada y una mayoría no menos relevante para poder decidir el inicio de un proceso soberanista (en Cataluña, por ejemplo). Pero hombre... ¿Cómo va a producirse una secesión si el referéndum previo no arroja resultados apabullantes? ¿O si la campaña del mismo no se realiza en una atmósfera de libertad, respeto e igualdad de oportunidades para todas las opciones? ¿En qué cabeza cabe que, puestos a tomar un camino que no tiene retorno (la independencia de un territorio), se apliquen las mismas normas que en unas elecciones normales, cuyo resultado sí puede invertirse cuatro años después, en las siguientes?

Se nos nota la improvisación.