A propósito de las Marchas de la Dignidad que confluyeron en Madrid días pasados, las fuerzas del sistema, en las que incluyo sin ningún género de dudas a los medios de comunicación, han colocado el debate donde les interesaba: la violencia que acompañó el final de la manifestación. La mayor parte de la población no se habrá enterado de que se ha producido la mayor movilización de la historia de nuestro país, que miles y miles de personas han caminado cientos de kilómetros para llegar a Madrid y denunciar la violación del estado social y de derecho que está realizando el gobierno, pero sí que habrán visto, hasta la saciedad, las imágenes de los incidentes.

No tengo la más mínima duda en denunciar al escaso número de violentos que protagonizó incidentes con la policía. Me estremezco al ver al energúmeno que patea, con saña, la cabeza de un policía. Sin duda, no es de los míos. Aunque él pueda creerlo. Su gesto es un gesto fascista. Me cabe la duda, esa sí, de la filiación de esos grupos. En ocasiones, no creo que sea el caso de este incidente concreto, es la propia policía infiltrada la que provoca los incidentes para justificar la intervención de sus colegas uniformados. Lo hemos visto en demasiadas ocasiones. Puede tratarse también de grupos fascistas desestabilizadores que busquen que la izquierda sea criminalizada. No hace falta saber mucha historia para recordar ejemplos en este sentido, como el incendio del Reichstag en 1933, que los nazis, autores del hecho, atribuyeron a los comunistas para desencadenar la represión contra ellos. Puede tratarse, también, de grupúsculos incontrolados de la propia manifestación. En este último caso, mi apuesta política es aislarlos y denunciarlos como ajenos a nuestros objetivos e intereses.

Pero quiero hacer dos precisiones. La primera es que la violencia se instala, en estos momentos, mayoritariamente, del lado del Estado. En los gestos y en los contenidos. Violenta y provocadora es la desmesurada presencia policial en cualquier tipo de movilización. Fue indignante acudir hace unos días a la Delegación del Gobierno para pedir la puesta en libertad de una compañera en Madrid y encontrarnos literalmente rodeados de policía. Indignante también que la policía detenga, como el caso de Raquel Tenías, a quien tiene a mano y que después le trate con la desmesura que ella misma ha narrado. Pero la violencia más contundente cae del lado de los contenidos. Pues violencia es que el Estado, a través del Gobierno, expolie a la mayoría social y pisotee los derechos humanos (vivienda, trabajo, educación, sanidad, expresión, manifestación, etc.) con el objetivo de mantener un régimen corrupto y a beneficio de la casta social privilegiada de la que forman parte. No hay mayor violencia que expulsar a la gente de sus hogares, robarles sus ahorros, someterles a un régimen laboral de miseria o, simplemente, privarles de la posibilidad de trabajo.

La segunda es que la crítica a cierta violencia no la hago desde la ingenuidad, desde una reivindicación a ultranza de la no violencia. Debemos ser conscientes de que el Estado va a seguir acentuando sus niveles de violencia. Cuando los privilegiados se sienten amenazados, no dudan en utilizar todas las formas de violencia.En España sabemos mucho de eso. Y cuando la violencia se ejerce con brutalidad sobre los cuerpos y los derechos, es preciso resistir colectivamente. Quemar contenedores con la cara tapada puede servir a algunos para descargar adrenalina, pero es sobre todo útil a quienes manejan los hilos del poder. Nuestra contestación debe nacer de la inteligencia, de la acumulación de fuerzas, del empoderamiento social. Ejercer violencia contra el sistema, por ejemplo, es negarse, como han hecho colectivos médicos, a asumir la pérdida de la universalidad de la atención sanitaria; es decir, boicotear las iniciativas que erosionen los derechos humanos. Esa debe ser nuestra apuesta decidida. Porque a estas alturas de la historia, andamos todavía, en España, en la defensa de los derechos humanos. Decía el otro día el jefe de policía de Madrid que hay un grupo organizado cuyo objetivo es acabar con el Estado de Derecho. Suscribo plenamente esa afirmación. Y le doy el nombre del grupo organizado: se llama Partido Popular.

Profesor de Filosofía. Universidadde Zaragoza