Tal día como ayer, hace un cuarto de siglo, se aprobó por unanimidad en la Asamblea General de las Naciones Unidas la Convención internacional sobre los derechos del niño, ratificada por 193 países. Ya, pues, un largo camino recorrido con diversa fortuna, donde el peso de los desafíos todavía por vencer empaña el brillo de los notables avances conquistados.

Y es que no faltan en los medios de comunicación abundantes denuncias de escarnio y trasgresión de estos derechos. Cada cinco segundos en alguna parte del globo agoniza un niño cuya muerte podría haberse evitado y, aún peor, ese fallecimiento quizá suponga las más de las veces la conclusión de una existencia desventurada, amargada por el hambre, la esclavitud y la enfermedad. Esos aldabonazos terribles que nos transmiten las noticias también nos han hecho conocedores de que la pobreza mata, antes que las balas y los virus. Hoy, cuando miseria y desigualdad proliferan en nuestro propio país, cuando las carencias se globalizan y la riqueza se acumula en pocas manos, es más necesaria que nunca la solidaridad con los desfavorecidos, conscientes de que junto a ellos estamos también luchando por nosotros mismos.

En la educación reside la mejor arma para lidiar contra las lacras que afectan a la infancia, la llave que puede abrir su futuro. Pero es muy difícil pensar con el estómago vacío; entonces, la formación deviene un lujo inaccesible, subyugado a las necesidades más perentorias. ¿Cómo romper esa espiral viciada? Está en nuestras manos, en el impulso fraterno y en la exigencia de colaboración por parte de todos los agentes sociales, hasta que algún día sea innecesario que una efeméride nos recuerde la existencia de los derechos del niño. Escritora