La cultura del consumismo y despilfarro, sobre todo en tiempos de vacas gordas, genera una cantidad ingente de residuos, basuras que contaminan y entrañan graves riesgos para la salud del planeta. Poco a poco, hemos llegado a asumir que la rutina de usar y tirar es una práctica irresponsable, con efectos nefastos; así, en muchas ocasiones, la ciudadanía camina por delante de gobiernos e instituciones en cuanto a su compromiso en la tarea de limpiar la Tierra y no se limita a exigir medidas, sino que colabora en su implantación.

De forma generalizada se ha establecido en los hogares la separación habitual de residuos en los contenedores de vidrio, envases y cartón; también hay buenas noticias por lo que respecta a las pilas, cuyo volumen de mercurio resulta especialmente nocivo; Aragón, que siempre ha hecho gala de notoria sensibilización hacia estas cuestiones, supera ya un nivel de recogida de pilas del 50%, índice requerido para 2020. Tampoco van mal las cosas en cuanto al reciclado de aceite usado, pero nos queda una asignatura pendiente: los residuos farmacológicos, de perniciosa incidencia en la contaminación de las aguas, tanto peor en cuanto que malos hábitos como la automedicación conducen a un desmedido uso de productos cuyos diversos componentes pueden resultar muy nocivos para el entorno y, más directamente, a través de la cadena trófica de diversos organismos, generar secuelas como la resistencia antimicrobiana, considerada por la OMS como un riesgo importante para la humanidad. Una vez más, la eficacia de la educación inculcada en la infancia, tanto en el ámbito escolar como en el hogar, ha de demostrar su capacidad para cambiar el orden de las cosas. Escritora