En algún momento de la actual etapa política, todos hemos evocado la maldición que arrastran las izquierdas españolas, esa anomalía genética que les hace revolverse contra sí mismas, en un cainismo perpetuo más exacerbado justo cuando más necesitarían la comprensión mutua y la unidad de programas y de acción. Pero el problema ya no radica (solo) en que el PSOE se haya convertido en un nido de víboras donde todas se muerden entre sí, mientras la conspiración se trufa de traiciones personales (¡anda la que le han perpetrado a Pedro Sánchez Patxi López y los otros examigos!). Ni en que Podemos ande trabado en una pugna que revela tensiones clásicas en las organizaciones al uso (dogmatismo y autoritarismo frente a transversalidad y negociación; o, como dicen otros, resistencia frente a colaboracionismo). No, lo peor es que socialistas o podemistas o lo que queda de IU (incluido lo que queda del Partido Comunista) carecen de una propuesta creíble y factible.

La socialdemocracia oficial ha sido abducida y anulada por el sistema. Pero quienes aspiran a renovarla desde dentro tampoco saben cómo romper el círculo vicioso de la subordinación de la política a los intereses más sucios de la economía. Y en el campo de los alternativos, las párvulas ilusiones quincemayistas (o similares) no han logrado ir más allá de los simplismos bienintencionados. Los diagnósticos están muy claros; los tratamientos, no.

Solo hay que ver el estrepitoso fracaso de Obama. Tan inteligente, tan elegante, tan querido... Llegó envuelto en entusiasmo, enarbolando inequívocas enseñas progresistas. Se va sin haber podido hacer apenas nada. El hecho de que le suceda un energúmeno fascistoide como Trump lo dice todo. Como ya lo dijo la rendición incondicional de los griegos de Syriza tras el despiadado ataque financiero de la troika.

Las izquierdas (en España y en todo el mundo), además de divididas, están atribuladas y despistadas. Pelean entre sí porque no saben idear ni hacer otra cosa. Parecía haber llegado su hora, y sin embargo...