Cada estudio sociológico cae a peso sobre cualquier ilusión positiva. Aragón se despuebla en un proceso sin freno que empezó hace ya tiempo y que jamás se ha detenido, aunque por momentos pareciese que la situación se estaba revirtiendo. En realidad, la pretensión de alcanzar los dos millones de habitantes (la mitad de ellos en Zaragoza) jamás pasó de ser un sueño o mejor aún un eslogan político destinado a llenarnos de falso entusiasmo.

El Aragón profundo, el Aragón rural, pierde población porque sus habitantes se urbanizan, porque en muchas comarcas y aun provincias enteras no hay ya masa crítica para reiniciar una expansión demográfica, y sobre todo porque no existen condiciones objetivas para atraer gente que quiera vivir allí. La ausencia de una economía rural capaz de crear valor añadido, la fragilidad de un Sector Primario incapacitado (salvo interesantes excepciones) para transformar y comercializar sus producciones agropecuarias, y la hostilidad del territorio y del paisaje actúan como factores concurrentes a la hora de disuadir a quienes pretendieran avecindarse allí.

Las infraestructuras y los apoyos de todo tipo pueden aminorar ese desplome poblacional. Pero será inevitable que una parte del territorio quede deshabitado, en manos de la naturaleza. Lo cual, por cierto, no dejará de producir nuevas oportunidades.