"Pido disculpas. No estuve acertado. Un mal día", decía el vicealcalde de Valencia, Alfonso Grau, después de mandar a paseo a un periodista que quería saber si dimitiría al estar imputado. Al pedir perdón y no asumir responsabilidad alguna, Grau sigue el guión de los políticos españoles que en los últimos tiempos pueblan las ondas de piadosas confesiones sin ningún efecto.

Lo hizo el entonces rey Juan Carlos al dejarse fotografiar en malas compañías. También el presidente de Gobierno al ver con el rabillo del ojo el bajón electoral de su partido por la tolerancia con la corrupción: "Pido disculpas por no haber acertado con los nombramientos". Y a ese carro se subieron Jordi Pujol o Esperanza Aguirre, la tutora de Francisco Granados y tantos otros presuntos delincuentes que han pasado del despacho a la cárcel.

Esta reiterativa solicitud del perdón popular, estéril porque no produce nada y vacía porque no transmite ninguna convicción, ha sumido al perdón en el mayor de los desprestigios. Es lamentable, porque la teoría política no anda muy sobrada de figuras que encarnen la promesa de un futuro que no sea más de lo mismo sino un tiempo nuevo. Y una de ellas es precisamente el perdón como virtud política.

Pedir perdón o exculparse es reconocerse culpable y mostrar la disposición a separarse de lo que nos avergüenza o culpabiliza. En la cárcel de Nanclares de Oca, con ocasión de los encuentros organizados entre víctimas y victimarios, tuve la ocasión de captar lo que significa la solicitud de perdón por parte de los victimarios. No pedían un gesto amable de sus víctimas sino una segunda oportunidad. Pedían a las víctimas que les dieran la posibilidad de mostrarles que ellos eran algo más que unos matones, que podían comportarse con respecto a ellas de una manera civilizada, que no eran lo que habían hecho sino algo más y algo distinto. El perdón era la puerta giratoria que rompía con su pasado y les permitía un nuevo comienzo.

Lo mismo en política. Hanna Arendt liga la superación de las miserias del presente con el perdón. La pequeña diferencia con respecto a las gesticulaciones de nuestros políticos es que ella se lo toma en serio. Para empezar, hay una relación entre perdón y culpa, y por eso cuando nos disculpamos manifestamos nuestra voluntad de distanciarnos de la culpa, esto es, del daño que hacemos a terceros y a nosotros mismos. La culpa es la señal de Caín de la que habla la Biblia, esto es, la señal de que el crimen o el acto corrupto liga al criminal con su pasado. Al pedir perdón, el culpable pide a los damnificados que le liberen de esa maldición. Pero la prueba de que quiere liberarse es que abandona el camino por el que ha transitado. Ese abandono, en el caso del político, no es un acto interior sino un gesto público eficaz que expresa su deseo de cambio, implícito en la petición de perdón.

Cuando un político pide perdón por la corrupción en su partido da a entender que quiere reparar el mal que ha hecho a sus votantes o a sus gobernados. Y su voluntad de reparación se expresa en términos como dimisión, colaboración con los tribunales, reparación material o disposición a colaborar gratuitamente con la sociedad. Englobamos el conjunto de estas reacciones, que materializan la solicitud del perdón, bajo el rótulo asumir responsabilidades. Lo grotesco de nuestra vida política es oír cantar a alguien "asumo mis responsabilidades" y que no pase nada fuera de la pronunciación de esas tres palabras.

Pedir perdón en la vida política obliga a mucho. De entrada, a reconocerse moralmente culpable, independientemente de lo que digan los tribunales. Basta que él se lo diga a sí mismo. También conlleva la conciencia de un fardo que ata la vida presente a ese pasado maldito del que uno se libera no pronunciando palabras mágicas sino cambiando de vida. Finalmente, expresar a través de gestos reparadores el daño que se ha hecho a la sociedad. La renuncia al cargo para expresar que uno no es digno de la confianza de los votantes o gobernados es la primera medida, pero no la única. Quien pide perdón por la corrupción de su partido o por sus propias trapacerías está obligado a restituir y reparar, porque se supone que es el robo lo que le avergüenza.

Un tópico socorrido es lo perezosos que son nuestros políticos a la hora de dimitir por un escándalo. Podríamos alcanzar nuevas marcas de hipocresía si nos habituamos a pedir perdón sin que pase nada. Si sigue ocurriendo, habrá que pensar que el político no pide perdón porque se sienta culpable sino porque lo han pillado. Y eso sería un miserable abuso del noble lenguaje moral del perdón en provecho del cinismo político. Sería menos dañino entonces que el corrupto, en vez de pedir perdón, siguiera proclamando su inocencia.

Filósofo e investigador del CSIC.