Recuerdo las malas mujeres. Apenas habían entrado en la pubertad, ya las llamaban malas mujeres. Se juzgaba con severidad su comportamiento. Eran descaradas, atrevidas, alegres, desafiantes e irreverentes. O no eran ninguna de estas cosas y se las juzgaba de todos modos. El simple hecho de convertirse en mujeres ya las ponía en el punto de mira.

Desde que eran pequeñas las habían alertado de todos los peligros que conlleva el hecho de provocar el deseo de los hombres: tápate, sé modesta, no hagas gestos obscenos en presencia de un hombre, no te maquilles, muévete con decencia. Cuando te sientes, cierra las piernas y recógelas. Cuando mires a alguien, no le mires nunca a los ojos. No grites. Que tu voz no pueda ser escuchada más allá del muro que rodea el patio. No hables con desconocidos y, si hablas, toma todas las precauciones que sean posibles. Que nadie pueda malinterpretar tus gestos, tus palabras, tu silencio, tu cuerpo. Haz todo lo posible para no sembrar el caos en el orden de la familia y de la tribu. No te quedes nunca a solas con un hombre. No hay nada que sea más peligroso que un hombre y una mujer solos juntos en un mismo espacio sin la presencia de un vigilante, sea este del sexo que sea, que evite el desbarajuste que provocas.

UNA DE ESAS mujeres me lo explicó con un dicho conocido: «Quien tiene una chica en casa, tiene una bomba de relojería». En estas circunstancias, ¿quién osará indagar en la propia sexualidad? ¿Quién se escuchará el temblor íntimo de las carnes? ¿Quién sabrá detectar la atracción hacia aquellos de quienes te han dicho que te tienes que alejar por ley? O en el amor, claro, ¿quién puede hablar de amor en un ambiente de guerra de sexos en el que tú eres la principal enemiga de la paz mientras que ellos son depredadores que no pueden pensar más que en una sola cosa? Te dirán que te quieren, pero créeme, hija, ellos siempre piensan en lo mismo. No son nada más que eso, seres dominados por un instinto primario que no pueden controlar. Por eso, es solo tuya la responsabilidad de preservarte de ellos. Aléjate de los hombres, hija, no te dejes embaucar.

Mientras a nosotras nos enseñaban estas normas, nos las imprimían día a día en la piel y conseguían hacernos sentir sucias a todas horas, ¿qué les enseñaban a los hombres? Pues se cultivaba en ellos el odio despiadado hacia todas aquellas consideradas malas mujeres. Las provocadoras, las obscenas, las desinhibidas, las que mostraran cualquier rasgo referente a su deseo o su placer, las coquetas, las vanidosas, las que iban de hombre en hombre, las que se mostraban seguras con ellos, las que los engatusaban dominándoles la voluntad, las que utilizaban malas artes para conservarlos o las que eran, simplemente, relajadas en sus tratos con los hombres, despistadas a la hora de cumplir las normas que les habían inculcado. De las que utilizan su cuerpo para obtener favores, las que se vendían por un mendrugo de pan o unos vaqueros de marca, las que no tenían un padre, un hermano, un marido que las atara corto, de estas no hace falta ni hablar. Todas estas mujeres entraban dentro de la categoría de las malas mujeres que no merecían, ni merecerían nunca, ni una brizna de compasión. Si les pasaba algo gordo a manos de los hombres, «culpa tuya, hija mía, por no haber obedecido las reglas».

MARRUECOS clama estos días contra la salvaje agresión que ha sufrido Khadija Okkarou, una chica de solo 17 años. Aunque hablar de agresión es decir muy poco. Fue secuestrada por una banda de hombres jóvenes que la violaron repetidamente, que la drogaron, la alquilaron a otros chicos y le privaron de alimentos durante el par de meses que duró su cautiverio. Por si todo ello fuera poco, le llenaron el cuerpo de tatuajes. Jugaron con ella como quisieron, dirían en mi lengua materna.

Ella tuvo el gran coraje de denunciar todo lo que había sufrido sobreponiéndose a las heridas y a la ley del silencio que impera cuando se trata de este tipo de delitos. Hasta hace poco, en Marruecos, aún existía un artículo del Código Penal que eximía a los violadores de acabar en prisión si estos se casaban con su víctima. Pero la salvajada del caso Khadija ha removido las conciencias de la sociedad, ha provocado un rechazo generalizado en las redes sociales, aunque todavía hay quienes culpan a la víctima por frecuentar malas compañías.

El impacto de la noticia debería servir a las mujeres para no ser nunca más cómplices de los agresores, para descubrir que fuimos educadas para fomentar la violencia contra las consideradas malas mujeres. Y debería servir para educar a los hombres en el respeto a nuestra dignidad, una dignidad que de ningún modo puede estar condicionada por nuestro comportamiento.

*Escritora