La pederastia en el seno de la Iglesia católica ha empezado a ser cuantificada en los últimos años tras largas décadas de ominoso silencio por parte de la jerarquía. Uno de los países que se está enfrentando a ese pasado aberrante de una parte de sus religiosos es Australia, donde ayer empezaron a hacerse públicas las investigaciones de una comisión que lleva cinco años pulsando la gravedad del problema. Los datos son estremecedores: entre 1950 y el 2010 más de un millar de religiosos cometieron actos de pederastia, y ninguno fue perseguido. Y casi 4.500 personas han denunciado haber sido víctimas de abusos entre 1980 y el 2015. En un país de 23 millones de habitantes y solo una cuarta parte de ellos de confesión católica, esas cifras revelan el gran calado de esta gravísima perversión. Australia está afrontando el problema con determinación, y el Estado indemnizará a las víctimas con hasta 107.000 euros. La Iglesia colabora en las investigaciones y siete arzobispos declararán ante la comisión. El mea culpa, la humildad, la petición de perdón y el resarcimiento económico y moral a las víctimas es lo que le corresponde hacer al catolicismo australiano. La inflexibilidad con la pederastia es uno de los ejes del papado de Francisco, que sabe que la credibilidad de la Iglesia pasa por exhumar y purgar por lo que no son solo pecados, sino sobre todo delitos.

El independentismo catalán intentó ayer otra demostración de fuerza. La manifestación que acompañó al expresidente Artur Mas y a las exconselleres Ortega y Rigau en su declaración ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, acusados de desobediencia por organizar la consulta soberanista del 9 de noviembre del 2014 pese a la prohibición explícita del Tribunal Constitucional, pretendía ser la espoleta de otra movilización independentista. Pero esta forma de presionar a un tribunal amparado en el Estado de derecho ni puede mantener el ritmo ante un hipotético e ilegal referéndum ni va a alterar la correlación de fuerzas en el Parlamento catalán y en las instituciones. No parece, pues, que la estrategia sea sostenible en el tiempo. Como tampoco la retórica de la desobediencia que alimenta este tramo del órdago soberanista y que contrasta con los argumentos que utilizó el popio Mas en su estrategia de defensa ante el tribunal. El expresidente catalán acabó reconociendo que su «ánimo no fue en ningún caso desobedecer» y se amparó en la inconcreción del Constitucional para justificar su apoyo al proceso participativo, del que se declaró único responsable político. La distancia, pues, entre las proclamas en público y los comportamientos individuales de los dirigentes independentistas se agrandó más ayer. Y es la clave de lo que se puede esperar en los próximos meses. Una dinámica que es insostenible e ilegal.