Winston Churchill, con su fina ironía, dijo que «durante una guerra la verdad es un bien tan valioso que debería ser protegido por un guardaespaldas de la mentira», y el senador por California Hiram Johnson declaró en 1917 que «la primera víctima cuando llega la guerra es la verdad».

Mentir ha sido norma habitual para algunos presidentes estadounidenses. William McKinley mintió en su campaña presidencial y en la guerra con España en 1898, pero lo hizo con indulgencia, pues reveló que andaba por la Casa Blanca buscando la inspiración divina, hasta que la encontró. El bueno de William no supo explicar cómo le llegó esa inspiración, pero no tenía dudas de que la había recibido. Richard Nixon, al que apodaron Tricky Dicky, algo así como «mentiroso blandengue», dimitió en 1974 por la sarta de embustes que arrastraba desde su campaña al Senado en 1950 hasta el escándalo Watergate. George W. Bush enlazó una falsedad tras otra para justificar la guerra de Irak, que causó cientos de miles de muertos en 2003 y desencadenó una escalada bélica y terrorista que todavía continúa. Bush hijo también alegó excusas divinas, pues este pinturero inculto conversaba de noche en animadas tertulias con el mismísimo Dios, quien, según Bush, le pidió que interviniera en Irak. Donald Trump todavía no ha contado su relación con el cielo. Es probable que el ego de este individuo sea tan grande que Dios le parezca un interlocutor por debajo de su nivel, pero en el asunto de mentir se ha convertido en un maestro al lado del cual sus mendaces antecesores parecen parvulitos de primer curso de falacias.

Con mentiras se sigue presentando la desastrosa acción política que Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea han desarrollado en Afganistán, Irak, Siria o Libia, donde priman la guerra y los intereses de las multinacionales del petróleo y de las armas sobre la paz, el desarrollo económico y la cooperación internacional; ahí quedan los frutos podridos y un reguero de muertes que no parece tener pronto final.

La última hazaña bélica de esta banda de iluminados troleros ha sido lanzar una superbomba de diez toneladas sobre Afganistán. El portavoz de Trump ha procurado tranquilizar conciencias indicando que «no se han causado daños a la población civil». Estupendo, las víctimas estarán contentísimas porque las han liquidado con una bomba moderna y no con gases químicos. Y es que donde esté un buen explosivo, que mata de una manera civilizada y como Dios manda, que se quite el gas sarín; ¡dónde va a parar!

*Escritor e historiador