Obama inicia el cambio fue el titular de portada con el que EL PERIÓDICO DE ARAGÓN del 6 de noviembre del 2008 informaba de la victoria de Barack Obama en las elecciones presidenciales de EEUU. Ocho años después, en la hora de los balances, este hecho simbólico en un país con un atroz pasado esclavista y un presente de enormes desigualdades raciales continúa siendo uno de sus grandes bagajes, sino el principal, lo cual es por sí mismo un buen ejemplo de hasta qué punto su legado es dispar.

«Sí, se pudo», dijo Obama en Chicago la semana pasada en su discurso de despedida, y si como vara de medir se coge la oleada de euforia con la que llegó a la presidencia —el «Yes, we can», el premio Nobel de la Paz más prematuro de la historia…—, la afirmación es cuanto menos aventurada. En política interior sus programas de estímulos —combatidos céntimo a céntimo por la feroz oposición Republicana que ha caracterizado su mandato— fueron claves para sacar a Estados Unidos de la recesión. Su reforma sanitaria quedó lejos de ser un sistema de cobertura universal, pero logró que miles de personas pudieran permitirse un seguro médico, aunque fuera a costa de permitir que el derecho a la sanidad siguiera en manos de las aseguradoras médicas.

En sus discursos abordó de forma madura y respetuosa asuntos tan difíciles como la religión y la raza. Tras su mandato las desigualdades raciales continúan siendo algo cotidiano, pero sus firmes y continuas palabras diferenciando islam de terrorismo marcan el nivel de excelencia de su presidencia en tiempos de populismos y demagogia. Sus lágrimas tras la matanza de la escuela de Sandy Hook y su posterior discurso por un mayor control de armas nunca se vieron acompañados por una decisiva inversión de su enorme capital político en este tema tan complejo. En la arena exterior, Obama puede presumir de tres hitos indiscutibles: la muerte de Osama bin Laden, el histórico restablecimiento de las relaciones de EEUU con Cuba y el pacto nuclear con Irán. Pero su mandato también ha puesto de manifiesto los límites del poder estadounidense. Que un presidente firme un decreto que ordene el cierre de Guantánamo no basta, y ocho años después el penal de la vergüenza sigue abierto. Frente al intervencionismo de su antecesor, Obama optó por seguir desde la barrera conflictos como el libio y el sirio y, pese a su magnífico discurso de El Cairo, ha dejado manos libres a Binyamin Netanyahu y ha olvidado a los palestinos. En el caso sirio, ha permitido a Rusia —envalentonada tras triunfar en Crimea— hacerse con un espacio que Washington o no ha querido o no ha podido o no ha sabido ocupar. Las muertes de civiles bajo bombardeos con drones hay que ponerlos en el lado más oscuro de su presidencia, junto a los millones de emigrantes indocumentados expulsados durante su mandato.

En unos días Donald Trump tomará posesión, y ya hoy se añora a Obama. Obama ha honrado la politica con un estilo impecable y un peso simbólico e histórico incuestionable. Su presidencia, vista desde las expectativas de la obamamanía, no fue transformadora. Vista desde el miedo a Trump, es motivo de añoranza inmediata.