Salvo que te haya dejado de importar, a nadie le importa un bledo la posibildad de perder el puesto de trabajo. Ni por supuesto nadie está perfecto, encantado ni cojonudo en un lugar en el que sabe que no le quieren ni confían en él. Ese es ahora mismo el disparatado contrasentido en el que se mueve la vida profesional de Raúl Agné en el Real Zaragoza: continúa como entrenador sabiendo que nadie en la Sociedad Anónima Deportiva (SAD) cree en él como entrenador.

El club está ahora mismo en una situación de cierta excepcionalidad, a mitad de camino entre el abatimiento, la desilusión, la desesperanza y el shock por todo lo que ha sucedido, o vuelto a suceder, esta temporada. Descabezado desde el punto de vista deportivo tras la salida extemporánea de Narcís Juliá, sin recambio todavía a pesar de que la dimisión del catalán se produjo hace un mes (aunque no fuese pública y oficial hasta dos semanas después) y en un extraño limbo, de cierto vacío de poder, en el que la decisión está siendo cerrar los ojos y tirar para adelante sin mirar atrás antes que tomar otra decisión traumática por cuenta de la SAD y no de un ejecutivo jefe del área deportiva.

Y en medio de ese espacio de indeterminación, Raúl Agné, de quien es imposible salir en su defensa por una concentración de razones de peso, especialmente una serie de resultados que no admiten salvaguarda, diciendo que la vida puede ser maravillosa cuando lo que está viviendo es un surrealista vía crucis.