Abundan, por fortuna, las muestras de solidaridad en nuestro país; no en vano, tras un liderazgo que dura ya 24 años, nos afianzamos en el primer puesto mundial en cuanto a donación de órganos para trasplantes, mientras que el modelo de gestión español se imita e implanta en muchos países.

Esta muestra de altruismo tiene tanta más importancia en cuanto que tal honor no se basa en hechos relacionados con grandes dramas y sucesos trágicos que sacuden nuestra conciencia, sino en la mera cotidianeidad, en un día a día alejado de los grandes titulares.

SON MUCHOS los españoles dispuestos a la donación post mortis de sus órganos, permitiendo que la vida perdure en otro ser humano; otros, incluso, van mucho más allá y ofrendan en vida parte de su cuerpo para salvar la de otra persona.

Pero, frente a esta alentadora noticia proporcionada por la Organización Nacional de Trasplantes, se cuela otra de opuesto matiz: el tráfico ilegal de órganos y el vil negocio montado sobre la necesidad y el sufrimiento humano: si la cara de la moneda nos devuelve la fe en la humanidad, el envés hurga en la más pavorosa mezquindad, así como en la impotencia para resolver esa penosa injusticia.

Todo me lleva a pensar en el paralelismo con otro drama que estos días sí ocupa un amplio lugar en los informativos, tanto en los sucesos como en el debate político: la tragedia de los inmigrantes clandestinos. Solo que en este caso, la solidaridad es claramente insuficiente, la pérdida de vidas queda reducida a una luctuosa e inexacta estadística y la incapacidad para llegar a una solución, o siquiera a un mínimo compromiso político, se revela como un objetivo imposible. La esperanza de futuro naufraga humillada por el lastre de nuestro pertinaz egoísmo.