El Tercer Mundo está en cualquier sitio en que haya pobreza que es lo que más abunda por la escasez de recursos y por las graves deficiencias de su distribución. Al hambre no hay nadie que se pueda acostumbrar aunque si quepa resignarse pero esto no es precisamente fácil.

Leí hace años, una entrevista con un hombre dedicado desde que tenía 15 años a husmear en los cubos de basura, obsesionado por la idea generosa de que tales recursos podían repartirse más justamente; los directores de los supermercados empezaron acusándole de enemigo pero más tarde, le invitarían a reducir los residuos de sus establecimientos y a procurar utilizarlos más inteligentemente. Aquel hombre compró un par de cerdos a los que alimentaba con desperdicios de los supermercados que acabaron comprendiéndole y ayudándole porque solamente trataba de probar que con otro espíritu y más afanes, era viable dar de comer a tantos como pasaban hambre.

¿Se solucionaría el hambre en el mundo si no despilfarráramos tanto? Tristan Stuart, luego profesor de Historia de la Medicina en una universidad británica, respondía así: «Con las cifras oficiales que tenemos, si cogiésemos cuanto se tira en restaurantes y casas particulares de EEUU y la UE, «solo con eso», enfatizaba, tendríamos cuatro veces más alimentos, de los indispensables «para los mil millones de personas que pasan hambre en el mundo».

¿Sería posible? No sería sencillo, opino modestamente, por razones varias, entre otras, porque muchos de esos necesitados, viven lejos de donde se producen esos ingentes desperdicios. Verdaderamente, el Tercer Mundo está... en todo el mundo; en general y por mero ejemplo, pensemos en aquellos que se juegan la vida en el Mediterráneo y a veces, no siempre, consiguen entrar en Europa, sin que por ello dejan de seguir perteneciendo a ese Tercer Mundo del que proceden: más, muchos más, que unos pocos, siguen careciendo de lo indispensable y cabría decir que son juguetes del viento que no siempre ni casi nunca, cuenta con algo que puedan llamar suyo ni disponen de mínimos haberes para ir tirando.

¿Qué se podría esperar de quienes nada tengan? Cuando se editaba La Farola, periódico que vendían los más pobres, un nieto preguntaba a su abuelo «si había pasado hambre de pequeño y qué era lo que sentía entonces». Y el abuelo le respondió qué había cuando pasó hambre; todo lo demás no le parecía importante. El nieto quería saber más y repreguntaba a su yayo qué sentía ahora, en que ya no pasaba hambre. «Pues siento vergüenza porque otros si la pasan y también, porque he perdido el apetito de procurarme otras cosas, asímismo importantes» aunque no comestibles.

A fines del siglo XX, la Iglesia española celebró un Congreso sobre la Pobreza y elaboró un documento en el que se recababa de los poderes públicos que se mantuvieran con fidelidad, los compromisos vinculados al Estado del Bienestar, sin retroceder en los beneficios sociales ya alcanzados y poniendo de relieve además, que la economía de mercado y su saldo negativo sobre el desempleo y la precariedad laboral, debían ponerse igualmente, de relieve. Entendían los congresistas que si se repartiera la riqueza, no habría pobres en el mundo pero ¿por cuánto tiempo?

No me atrevo a decir que ello sea posible y si me atrevo a suponer que aunque la pobreza sea en buena medida remediable, nunca será una empresa sencilla ni menos, duradera de fijo y en poco tiempo. Alguien dijo que este mundo nuestro que tantos remedios precisa para que sea más justo, implica desgraciadamente, un juego en el que los hambrientos no cuentan, apenas, con alguna ficha.