Ya nos gustaría que nuestro río Ebro (el más caudaloso de España, así lo aprendimos en la escuela) fuera un Danubio, un Támesis, pero es el que es. De temperamento tornadizo, se desparrama por los campos y pueblos, luego en verano se repliega, se queda enjuto y transitable. Pero si además lo maltratamos, su naturaleza se afecta y nos responde con ataques de la mosca negra y nos inunda de algas cual si fueran charcas de rana. En estos días el río está teniendo un protagonismo personalizado, como ese padre al que se recurre cuando lo necesitamos. Está sirviendo de corredor de reivindicaciones, desde la cadena humana para apoyar a las personas refugiadas, hasta el desfile de piragüistas y remeros para exigir el arreglo del azud que se rompió hace unos días y el ayuntamiento aún no lo ha arreglado, ni lo debería hacer. Su construcción con motivo de la Expo, para que el Ebro fuera navegable, no dejó de ser una fantasía mal pensada («florecerán nuevos clubes, instalaciones deportivas y dará vida al río»). Además de ir en contra del propio lema de la Expo 2008, costó una millonada sobrepasada, no ha servido para nada y lo peor de todo ha sido el daño que le ha causado. Los argumentos en contra del azud han sido siempre irrefutables por los diferentes organismos ecológicos, como los problemas en el propio ecosistema: desde la proliferación de especies invasoras, hasta la modificación y estructura de la vegetación riparia, de interés climático y paisajístico. Que medio centenar de remeros se empeñe en que se arregle el azud para poder darse paseos o practicar deporte, ¡caro deporte!. Posiblemente, a partir de ahora, el Ebro sea un espacio que enmarcará cualquier reivindicación, en este caso una utilización espuria. ¡Lo que le faltaba!.

*Pintora y profesora de C.F.