Lo que expongo en estas líneas es (demasiado) sencillo: hoy las sociedades no parecen ya capaces de regularse y gobernarse a través de su representación política ante la creciente invasión de la lógica nihilista de los mercados, ese "gran casino" global en palabras de Zygmunt Bauman. Y en consecuencia desfilamos marcialmente hacia una radical mutación de valores de consecuencias catastróficas para la formación y convivencia de los humanos. Hoy la esperanza se deposita otra vez en la educación. ¿Pero es imaginable una Educación capaz de poner al Mercado en su sitio si los Políticos no osan hacerlo desde su legitimidad democrática? Me refiero a la Educación en mayúscula no a dar un hora más o menos de matemáticas o si añadimos un curso al bachillerato. Eso es volver a marear a la pobre perdiz pedagógica. Estar escolarizado ya no equivale hoy a ser educado.

Hoy abundan los signos de regresión en la calidad y eficiencia de la educación. Estamos ante un proceso acelerado de involución educativa que se refuerza por la pérdida de sentido y de valor, para los jóvenes, del esfuerzo de educarse. También la burbuja educativa ha explotado porque solo un mañana fuerte da sentido al presente. El mal llamado fracaso escolar es un signo más de la paradójica extensión de la ignorancia en las llamadas sociedades del saber y de la información. Como advirtiera Hanna Arendt, y más recientemente Peter Slöterdijk, hemos desprestigiado la autoridad y exculpado cualquier inhibición en nombre de la libertad y del deseo individual. El resultado es que sus contrarios, el antiautoritarismo narcisista y la banalización del mal, se proponen como el estilo de vida moderna, un delirio que la publicidad se encarga de divulgar en las conciencias en formación. Vamos camino de una sociedad consumida y enferma, literalmente desalmada, donde dignidad y compasión cotizan a la baja. ¿Qué puede hacer la educación?

Algunos funcionarios del optimismo, de letras o de ciencias, aseguran que estamos ante un mero traspié económico o un simple déficit emocional curable con ingeniosas terapias cerebrales. Pero las tecnologías son cada vez más inteligentes y los humanos lo parecen cada vez menos. La educación institucional sigue con su liturgia organizativa y curricular del siglo XIX; no ha sabido reinventarse ante los enormes cambios sociales ni canalizar la fuerza vital de los jóvenes y aprovechar positivamente su energía, que puede ser creativa o destructiva. Sabemos que sin tradición ni autoridad la educación no es posible, como advirtieron algunos cuando la exaltación pedagógica individualista declaró inaugurada la era de la fiesta permanente y el fin de la autoridad. Sin embargo, la palabra autoridad tiene --tenía-- también una connotación neutra: la facultad de mandar sobre otros. La autoridad se ejerce en tanto que virtud, mientras que autoritarismo supone un poder absoluto. Toda dictadura se basa en una autoridad que mata la responsabilidad tanto individual como colectiva. Pero la ausencia de autoridad moral y la permisividad educativa llevan a un igualitarismo letal o a una excelencia clasista.

La enseñanza se ve arrollada por una sistemática deformación de masas que erosiona los objetivos de la instrucción pública, proponiendo como virtudes públicas toda una gama de conductas, actitudes y valores muy poco edificantes o abiertamente demoledores. La escuela recibe en su seno los efectos cognitivos, de conducta y morales de esa intensa contaminación mediática que moldea al consumidor y anestesia al ciudadano. Si nadie manda, nadie obedece. El tener ha ganado la partida al ser y el capital ha derrotado al trabajo. ¿Quién puede educar?

El gran mecanismo regulador de la vida económica y cultural es el Mercado, con sus sofisticados instrumentos de evaluación y sus tribunales de calificación de personas y estados, una autoridad planetaria hoy incontestada. Este condicionamiento nihilista, en pocos años ha ido jibarizando el perfil ético y competencial del ser humano educado. El éxito más sutil del ultraliberalismo desregulador ha sido la conquista de los sentimientos y las pasiones y su materialización en mercancías de uso. Pensemos en el alegre delirio consumidor sin mesura en tiempos de vacas gordas, un suicidio anunciado que nos ha llevado a la Gran Recesión. Ahí va otra simplificación: la madre de todas las mercancías es el Dinero; no huele y tiene la prolífica capacidad conejera de criar más y más dinero. El capitalismo financiero, su hijo predilecto beatifica la Avaricia, la gramática del Dinero que expresa en tiempo hiperreal sus volátiles amores y odios. Su impecable objetividad contable se hace más y más autónoma de los gobiernos de la polis, ese frágil espacio colectivo para la cría de los humanos. ¿Quién pone el cascabel a ese tigre de papel moneda? ¿Qué puedo hacer Yo? ¡Ah, amigos¡ Lo de siempre: luchar con dignidad y sin miedo con las armas fundacionales del ser humano: la palabra, la reflexión y la fuerza moral del Nosotros. No hay otra.